MAR DE HISTORIAS
Los años del miedo
Mientras uno va caminando por la calle escucha, aunque no se lo proponga, fragmentos de conversaciones. Menos mal cuando se refieren a algo bonito: En mayo, si Dios quiere, van a venir todos mis hijos. Hace mucho que se fueron a Estados Unidos y nada más los he visto en los retratos que me mandan; ellos a mí, ni en foto: ¡a ver si me reconocen!
Pero cuando se trata de una cosa fea o triste, es horrible. En enero, de camino a Los Volcanes, oí que una mujer le comentaba a otra:
¿Cómo no va a darme lástima? Imagínese que la bebita no tiene ni cuatro meses de nacida y sus padres ya la tratan peor que si fuera un animal. ¿Por qué permite Dios estas cosas?
Pasé varias noches sin dormir, recriminándome por no haberme acercado a la desconocida para pedirle datos acerca de la niña. Si al menos hubiera sabido en dónde vive..
¿Qué habrías hecho? ¿Buscar a un policía para que detuviera a los padres maltratadores? ¿Pedir a la niña en adopción? ¡Estás loca! Duérmete ya, porque si no descansas aunque sea un rato vas a amanecer como araña pisada.
Desde entonces me esfuerzo más para que se me resbalen las historias que oigo en la calle. Pero a veces resulta imposible. Esta mañana estaba muy ocupada barriendo el zagúan, cuando escuché a Leonor, la que vende novenas a las puertas de Santa Brígida, mencionar a la nueva catequista el nombre de Raquel. Hice mis cálculos:
De seguro le está diciendo que, por su culpa, ya se volvió a llenar de palomas el atrio.
A las nueve salí a esperar el camión del gas. No lo encontré por ninguna parte. Pensé en pedir a Genoveva que, en cuanto lo viera, me mandara avisar con Betzabé, su ayudante. Cuando llegué a la fonda Aladino estaba leyéndole un periódico a Genoveva. Parecía tan interesada que no me atreví a distraerla, nada más la saludé. Seguí adelante pero alcané a oír que se referían a Raquel.
Me atravesé a Cleopatra para pedir el favor a Estelita y a don Sixto. Abren la joyería a las diez, pero como viven en los cuartos de atrás, les toqué el timbre. No me abrieron. Se me hizo raro porque ellos nunca salen. Volví a tocar pero sólo escuché la voz de don Sixto:
¿Quién es, qué quiere?
No me dio tiempo a responderle porque gritó:
Este negocio se abre a las diez. Regrese más tarde.
Estelita dijo algo, pero en tono tan bajo, que no alcancé a entender lo que le decía a su marido. Tuve la impresión de que forcejeaban y al fin oí sus pasos alejándose de la puerta. Me extrañó:
¿Están bien?
No me contestaron. Pegué el oído a la puerta. Ya todo estaba en silencio, como si no hubiera nadie en la casa. Una mujer, al pasar junto a mí, preguntó la hora. Le mostré mi mano izquierda:
No traigo reloj.
La desconocida me miró con simpatía:
Yo tampoco, por lo mismo que estamos viviendo en tanta inseguridad. Como si me conociera de toda la vida se desabrochó la blusa y me mostró el cuello: ¿Ve esta marca colorada? Me la dejó el infeliz que me asaltó en el mercado para arrancarme mi cadenita de oro. Le pedí señas del asaltante: Era un chamaquito como de once años. Cuando se me acercó creí que iba a ofrecerse para cargarme la bolsa del mandado, pero ya ve.
La desconocida se frotó la marca en el cuello: ¿De qué futuro podemos hablar cuando los niños son delincuentes y a los ancianos los matan nada más porque son viejos? El Hermano dice que lo que está sucediendo es prueba de que se acerca el fin del mundo. ¿Usted no lo cree? No supe qué decirle y me miró con lástima: Hay que rezar mucho, ¡Cuídese!
El consejo me pareció más bien una advertencia. Sentí miedo de estar en la calle y ganas de regresar a mi casa, pero reaccioné:
¿Y qué hago si me quedo sin gas?
Estaba pensando en eso cuando sentí un golpecito en el hombro. Rápido me hice a un lado. Iba a gritar pidiendo auxilio cuando reconocí a Guadalupe:
No se asuste, doñita, soy yo. ¿Por qué tan nerviosa?
Le conté mi charla con la desconocida y me dijo:
Estoy de acuerdo en que ahora tenemos que ser más cuidadosos, pero de qué sirve si ya ni en nuestras casas estamos seguros. Se cruzó de brazos: Lo peor es que ya no sabemos en quién confiar. El otro día José me recomendó que no le abriera las puertas de mi casa a nadie -aunque sea un familiar o un amigo- porque pueden matarme.
Le dije a Guadalupe que estaba exagerando y le recomendé que ya no hablara con el sastre:
José es un viejo amargado. Por todas partes ve moros con tranchete.
Guadalupe cambió de tema:
¿Cómo está Raquel?
Recordé que esa mañana, por accidente, había escuchado a dos personas mencionar el nombre de mi amiga:
¿Usted también habla de ella? Guadalupe ladeó la cabeza, como si tratara de entender lo que le estaba diciendo. Por lo que veo Raquel ya se volvió famosa. ¿Se sacó la lotería o qué?
Guadalupe se acercó al poste y le dio tras golpecitos:
¡Ni lo mande Dios! Si a los viejitos pobres los están asesinando nada más porque sí, imagínese el peligro que correría Raquel si llegara a ser millonaria. Hizo una pausa y me miró: Ahorita que pasé por el atrio no la vi.
Recordé algo que había olvidado:
Ahora que usted me lo dice, tampoco la vi ayer. Se me hace raro porque ya sabemos que, llueve o truene. Raquel sale a dar de comer a sus palomas.
Guadalupe me propuso que fuéramos a la casa de Raquel. Adivinó mis pensamientos y aclaró: No pienso que le haya sucedido nada malo, puede que sólo esté enferma, pero es mejor ir a verla.
Raquel alquila un cuartito en la azotea del edificio Villarías. Para llegar allí tiene que subir ocho escaleras. Es mucho esfuerzo, pero ella nunca ha querido mudarse a una planta baja. Dice que allí no podría vigilar las palomas ni tener plantas. Son muchísimas y las cuida como si fueran sus hijas; por eso, cuando llegamos a la azotea, nos extrañó verlas marchitas.
Toqué a la puerta, pero mi amiga no abrió. Llamé otra vez, más fuerte, y sucedió lo mismo. Guadalupe quiso tranquilizarme: No ponga esa cara, doñita; a lo mejor Raquel está durmiendo.
Deseché esa posibilidad:
¿A estas horas? Ella se levanta antes de que se oigan las campanas de Santa Brígida. Me acerqué al cubo de la escalera. Una vecina estaba pintando su puerta. ¿Vio salir a Raquelita? Sin contestarme, la mujer entró en su casa. Pensé que me tenía miedo, y eso que varias veces nos hemos saludado. Guadalupe me gritó:
Acérquese. Se apartó de la ventana para que yo pudiera mirar: Los vidrios están cubiertos con cartones, no se ve para adentro. Con mi llavero volví a tocar:
Raquel: ¿está allí?
Al fin me contestó:
¿Quién es, qué quiere?
Me llamó la atención que usara las palabras y el tono que don Sixto había empleado antes:
Saludarla. Hace días que no la veo por Santa Brígida. ¿Está enferma? Déjeme entrar, por favor... Adiviné que no iba a convencerla. Le pedí ayuda a Guadalupe. Empujamos la puerta hasta que la abrimos. Encontramos a Raquel hincada, con un rosario en la mano. Cuando me acerqué para ayudarla a levantarse me preguntó:
¿Vienes a matarme?