Apoteósica despedida con la Filarmónica de la Ciudad
McFerrin ganó nuevas masas para la música de concierto
Ampliar la imagen Bobby McFerrin, con la batuta entre sus rastas, prodig�s invenciones espont�as durante el concierto en que dirigi�la Orquesta Filarm�a de la Ciudad, en el teatro Metrop�an FOTO Fernando Aceves
La despedida de Bobby McFerrin fue apoteósica. A la batuta de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México rubricó la última de sus tres veladas mexicanas con un despliegue portentoso de carisma, calidad y karma cósmica. Partituras de Prokofiev, Ravel, Gershwin y sus improvisaciones espontáneas completaron un paraíso humano, profundamente humano.
Es una obviedad decir que McFerrin no es una luminaria de la dirección de orquesta. Sus limitaciones son evidentes aun para los no conocedores. Su repertorio se limita a un centenar de obras, con predominio de Beethoven y Mozart. Pero lo que aquí importa es la honestidad, la sinceridad artística de un hombre que entrega su corazón y el alma entera dentro y fuera de la escena. Y eso no es una obviedad en muchos músicos, aun en las mismísimas luminarias.
El teatro Metropólitan, en tanto, no es una sala de conciertos (aunque en los años 70, cuando era cine, se presentaron allí la Sinfónica de Londres y la Filarmónica de las Américas). El público estaba contaminado de esnobismo y para colmo la sonorización con micrófonos terminó por arruinar los resultados sonoros. Otro elemento: la agenda mexicana de McFerrin fue despiadada. No lo dejaron ni respirar. Las actividades que desplegó en tres días ameritaban por lo menos una semana. La noche del jueves era evidente su cansancio.
A pesar de todo eso, la despedida de McFerrin fue apoteósica.
Al frente de la mejor orquesta de México, McFerrin inició con la Primera Sinfonía, bautizada como Sinfonía Clásica, de Serguei Prokofiev, partitura acorde con el entrañable repertorio de este músico hermano gemelo de Mozart, pues Prokofiev concibió su incursión inaugural en el territorio sinfónico con la instrumentación dieciochesca y pizpireta mozartiana. Buscó, y encontró, una estructura sinfónica según la cual Mozart la hubiera escrito si hubiese vivido en el siglo XX.
Tal inventiva la puso en carne oscura y brillantísima McFerrin en los cuatro movimientos epigramáticos del ruso ante una sala llena de jóvenes y curiosos que rara vez se paran en las salas de concierto. A pesar de que era evidente que muchos no tenían la menor idea de quién era Prokofiev, pues aplaudieron al terminar el primer movimiento e hicieron sonar sus celulares groseramente y sin ningún empacho, McFerrin ganó anteanoche nuevas masas para la música de concierto.
Este flautista de Hammelin moderno, vestido con t-shirt en pleno podio y calzando la batuta entre sus dread locks, escandalizaría a los modosos asiduos de los conciertos. En contraste, puso en nivel de encanto, rendidos y entregados, a todos los humanos que alcanzaron por un par de horas la divinidad con las versiones personalísimas de McFerrin con orquesta.
Después de su impresionante por fresca y libérrima lectura de Le Tombeau de Couperin del impresionista Ravel, Bobby McFerrin se sentó en medio de la orquesta para regalar al público un espacio mágico y portentoso de sus invenciones espontáneas con su voz sola, solita y su alma.
Vocalizó Smile, Oportunity, Drive, el aire (Air) límpido de la tercera suite orquestal de Bach y culminó sus invenciones con una impresionante, impactante, demoledora cantilación vocal de atmósferas milenarias de la India, el vasto territorio árabe y la brujería blanca del canto berebere, flotando en una tersa alfombra de cuerdas tendidas por la orquesta. Sencillamente sublime.
En la segunda parte obsequió una versión exquisita de Un americano en París, de Gershwin, siguiendo al pie de la letra las enseñanzas de su maestro Lenny Bernstein y, por último, pero no a lo último, cimbró los cimientos del teatro Metropólitan y los espíritus presentes en la sala con ese coito orquestal perfecto que es la más sexual de las partituras de Ravel: Bolero. Sencillamente espectacular.
Bobby McFerrin dirigiendo esa partitura singular bailaba, todo el tiempo dirigiendo de memoria, sin partitura enfrente, y era inevitable entonces ver bailar en el podio la versión morena de Jorge Donn coreografiado por Maurice Béjart.
En el zenit del placer, en la punta del caracol del ombligo del más hermoso clímax corporal-anímico-sensorial-espiritualísimo, el Arcángel McFerrin sonrió, se clavó de nuevo la batuta entre las trencitas de su cabellera y se alejó volando, sonriendo como Dalis, como solamente a los ángeles les es dado sonreír.
Su sonrisa y su alma quedarán flotando eternamente entre nosotros.