Editorial
Del atropello a la farsa
Si alguna duda podía albergar la sociedad sobre el carácter político de la persecución judicial emprendida desde la Presidencia de la República contra el jefe de Gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador, la farsa en la que se han enredado el Ejecutivo federal y sus aliados las dirigencias priísta y panista pone al descubierto el entramado de la conspiración. En un principio, el gobierno federal declaró que no negociaría esa singular y amañada "aplicación de la ley", y los comisionados de ejecutar el hostigamiento judicial, el procurador Rafael Macedo de la Concha y su subordinado Carlos Javier Vega Memije, se jactaban de que procederían a la consignación del gobernante capitalino en cuanto la Cámara de Diputados votara su de-safuero; posteriormente, y ante la plena disposición de López Obrador de presentarse ante el juez al que le fuera turnado el caso, la Procuraduría General de la República (PGR) decidió que podía tomarse todo el tiempo que quisiera "semanas o meses", dijeron sus portavoces; un día después de perpetrado el atropello en San Lázaro, el priísta Manlio Fabio Beltrones, presidente en turno de la Cámara de Diputados y uno de los participantes en la conjura, reculó de sus afirmaciones de la víspera y aseguró que el órgano legislativo había privado al político tabasqueño del fuero, mas no del cargo, desentonando así con las posturas oficiales del foxismo.
Con la complicación judicial del caso por el recurso de inconstitucionalidad presentado ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) contra la Cámara de Diputados, ante las crecientes y evidentes muestras de repudio social al desaseo con que se ha fabricado y manejado el caso, y frente a la decisión de López Obrador de volver al cargo que le confirieron los ciudadanos del Distrito Federal, el grupo en el poder perdió coherencia y, en tanto Vega Memije arreciaba sus amenazas algunas desorbitadas y contrarias al sentido común, como la de que no podría hablar ni escribir mientras estuviera sujeto a proceso, la Secretaría de Gobernación empezó a hablar de "soluciones políticas" y, desde ayer, hasta del establecimiento de una "mesa de diálogo" con la parte agraviada por los abusos de poder del gobierno en turno. La Presidencia de la República, en conferencias de prensa "mañaneras" copiadas de las que ha venido ofreciendo el jefe de Gobierno capitalino, esbozó también una "salida política" para cuando se agoten las instancias judiciales del caso.
Ayer la PGR optó finalmente por una acción penal light de última hora para impedir que el gobernante capitalino reasuma su cargo y pretendió hacer creer a la opinión pública, mediante un boletín en el que se reitera seis veces la procedencia de que el gobernante capitalino enfrente el proceso en régimen de libertad bajo caución, que, una vez que fue publicado el acuerdo respectivo en los estrados del Ministerio Público, "dos ciudadanos mexicanos presentaron billete de depósito para que el señor Andrés Manuel López Obrador goce de la libertad provisional", por lo que se pidió al juez una orden de presentación y no de aprehensión contra el político tabasqueño. Los "dos ciudadanos mexicanos" son, curiosamente, los mismos diputados locales panistas que escandalizaron con su pretensión de irrumpir en las conferencias de prensa de López Obrador: Gabriela Cuevas y Jorge Lara, usados en esta ocasión para evitar el escándalo de un encarcelamiento a todas luces injusto del gobernante capitalino.
El foxismo y su partido no saben cómo salir del atolladero en el que ellos mismos se metieron al imputar un delito inexistente a López Obrador. La PGR juega con las leyes y los tiempos para minimizar los costos políticos que el proceso fraudulento implica para el grupo gobernante. Este, por su parte, ha perdido toda seriedad y ha pasado del atropello a la farsa, enrareciendo a grados extremos la vida institucional y la tranquilidad pública. Es de imperiosa necesidad que la presidencia de Vicente Fox desista ya de su afán persecutorio, reconozca sus extravíos, deje de escudarse en el supuesto "respeto a las leyes" y ofrezca a la ciudadanía una disculpa por el embrollo que ha armado.
La vasta ola de descontento generada por el desgobierno del hasta ayer presidente ecuatoriano Lucio Gutiérrez culminó en la destitución del mandatario por el Poder Legislativo y en una nueva crisis institucional en la nación sudamericana. De esta manera Gutiérrez, cuya elección había generado grandes expectativas sociales, pasó a ser uno más de los jefes de Estado defenestrados por la exasperación popular en Ecuador en años recientes, junto a Abdalá Bucaram (1997) y Jamil Mahuad (2000).
Tras un sostenido declive de la popularidad de Gutiérrez, las movilizaciones populares pacíficas fueron desatadas por un evidente abuso de poder: la pretensión presidencial de controlar, mediante su mayoría legislativa, la Corte Suprema de Justicia (CSJ). Antenoche las fuerzas policiales dispersaron con violencia a los manifestantes que exigían la renuncia del presidente y con ello terminó de descomponerse el panorama. Esta mañana, ante el incremento de las protestas, dimitió el jefe de la Policía, Jorge Poveda, y las Fuerzas Armadas retiraron su apoyo a Gutiérrez una vez que éste fue destituido por el Congreso.
Otros factores que alimentaron la ira del pueblo fueron el incumplimiento de las promesas de campaña formuladas por Gutiérrez, su connivencia con el repudiado Bucaram, a quien apoyó en su decisión de regresar al país, y el encubrimiento oficial de los banqueros que saquearon la nación.
Sin ignorar las grandes diferencias estructurales y circunstanciales entre Ecuador y México, sería harto recomendable que el grupo que detenta el poder en nuestro país se viera en el espejo de esa nación hermana y percibiera las coincidencias entre el gobierno de Vicente Fox y el de Lucio Gutiérrez: el incumplimiento de (casi todas) las promesas electorales del ahora titular del Ejecutivo federal; la alianza del foxismo con Carlos Salinas, tan inconfesable como inocultable; el uso faccioso del poder público para ensayar la eliminación de adversarios como Andrés Manuel López Obrador y la aplicación de una justicia selectiva que perdona atracos multimillonarios como el Pemexgate y voltea hacia otro lado cuando se le exige que abra e investigue los fraudes bancarios perpetrados bajo el cobijo del Fobaproa.
Debe insistirse en que las circunstancias nacionales son muy distintas a las ecuatorianas y en que nadie en su sano juicio desea, en nuestro país, una desestabilización institucional como la ocurrida en la nación hermana. Precisamente en el afán de evitar semejante perspectiva es pertinente pedir al actual gobierno que deje de alimentar, como ha venido haciendo, las raíces de la ingobernabilidad.
Por lo que hace a Ecuador, cabe esperar que encuentre pronto las vías de regreso a la institucionalidad y la estabilidad, que su clase política acabe de darse cuenta de que los márgenes de paciencia de la sociedad han llegado a su límite, y que los políticos ejerzan sus cargos en función de los intereses populares y no, como ocurre hasta ahora, a contrapelo de ellos.