Tatuaje
En la entrevista que me hizo Mariana Norandi para este diario, aparece un brinco estrafalario que dio mi mente y que de ninguna manera es responsabilidad de la inteligente periodista, al incluir entre los exponentes del realismo, así haya sido con algún matiz, a Mauricio Jiménez, David Olguín, Mauricio García Lozano y Martín Acosta, quienes han roto todas las barreras con sus propuestas; pienso que los alcances del realismo, a principios de este siglo, es una asignatura pendiente que debe ser discutida a profundidad por teóricos y teatristas. Aclarado esto, y antes de entrar en materia, quisiera preguntar públicamente qué es lo que está ocurriendo en el Centro Cultural del Bosque y a quién o quiénes se puede responsabilizar de los desaguisados que ocurren en sus espacios. El día del estreno de Tatuaje fueron sustraídos objetos que los actores habían dejado en sus camerinos del teatro Galeón (al parecer algo semejante ya había ocurrido en las funciones de Clipperton) y los productores de El Milagro ya levantaron la queja correspondiente. Para colmo, en ese día, sábado en la mañana, los poli-cías negaban acceso al estacionamiento al público asistente. Estos uniformados, que han venido a sustituir a los llamados franeleros, son tanto o más nefastos que ellos, con su prepotencia y malos modos, sus negativas a dejar entrar a los vehículos de los espectadores, sobre todo cuando hay algún evento en el Auditorio, con lo que están ahuyentando al público de los teatros del perímetro. Las quejas son muchas, algunas públicas, y el caso que se hace de ellas en este país en que nunca cuenta la ciudadanía, es nulo. Por eso hay que insistir e insistir por todos los medios posibles.
Tatuaje de la dramaturga bávara asentada en Berlín Dea Loher, quien a su regreso de una larga estancia en Brasil realizó estudios de dramaturgia con Heiner Müller y ha acumulado multitud de premios con sus obras, ya había tenido una lectura dramatizada en la Semana de teatro alemán que se realizó en 2003 -y a la que ya me referí en algún artículo anterior- dirigida por David Olguín. El Milagro la presenta ahora como tercera escenificación programada -durante 14 funciones matutinas de los sábados- en los cuatro meses en que será responsable del teatro El Galeón. Si muchos pensamos que la lectura dramatizada era ya casi un montaje, el actual sigue casi los mismos lineamientos aunque con leves variaciones, hasta donde me alcanza la memoria. El escenógrafo Gabriel Pascal y el propio director David Olguín optan esta vez por una gran austeridad, utilizando sólo la pequeña mesa familiar y las cuatro sillas que, dispuestas de otro modo, serán el centro nocturno en donde se conocen Ana y Paul, o la florería de este último y la casa de Ana y Paul con el añadido de la maleta que hará de cuna. La parte posterior del escenario queda a oscuras, de donde emergen a veces los personajes, sobre todo el extraño negro silencioso interpretado por Lino Alexis Salvent, con su cajita de música y que a veces hace de ''hombre negro'' del teatro oriental, aunque el director nunca abusa de ese recurso.
El duro texto de Loher se divide en varias escenas, cuyo título va diciendo una voz en off -de Verónica Quezada- e intercala diálogos y algunos monólogos y, en última instancia, es la brutal disección de una familia encabezada por un hombre abusador y sexualmente irrefrenable, el panadero Wolfang Wucht, alias El lobo Mete-saca. Su estúpida identificación con los africanos (sin especificar país del inmenso continente) de los que inventa costumbres y el rezo de Ana al dos negro, suscitan la aparición de Una Presencia que estará siempre vigilante. Dar más datos sería vender la trama, con la vuelta de tuercas del final. Habría que hablar del trazo siempre acertado del director con todos los contrastes de tono y ritmo y del desempeño de los actores. Joaquín Cosío, que pasa de la salacidad bestial al autoritarismo excesivo. Laura Almela, como la autodevaluada Lucía con los excelentes matices que logra en todo momento. Magali Boyselle transita de la huraña víctima a la alegría del amor. Mariannela Cataño, en su corto papel de Lulú, la hija menor, celosa y postergada, con sus eternos pleitos con Ana y su nada disfrazado desprecio por la madre a la que llama Julie Caradeperro. Jordi Piñol, también excelente en sus cambios del ingenuo enamorado al marido que, tampoco él, puede olvidar el tatuaje que dejó El lobo.