Ojarasca 96  abril 2005

Once años migrando a Nueva York

Los indocumentados son los únicos legales

Alfredo Zepeda González



Van once años que los primeros tomaron camino por la cresta de Amaxac y salieron hacia Tijuana para cruzar a San Diego y volar a Nueva York. La migración dejó de ser la novedad, como lo era cuando las primeras noticias de los mojados ponían a flotar las imágenes del Otro Lado por las cañadas de la sierra norte de Veracruz, del cerro Chato a las siete colinas de Chicontepec. Ahora, este ajetreo hacia el norte forma parte del cuerpo económico y cultural de esta región.

Los primeros fueron los poblanos. Va para veinticinco años. Por eso el 5 de Mayo se hace fiesta por toda la Roosvelt en Queens y día de campo en los jardines de Flushing Meadows. La costumbre de salir se extendió en los ochenta a la región de Tlapa, Guerrero y Tlaxiaco en Oaxaca. En los noventa tomó hacia el norte y se coló por las cañadas de la Sierra Madre Oriental a las estribaciones de la antigua Mesoamérica en los llanos quebrados de la Huasteca.

El curso de la emigración tiene sus leyes. Es como un chorro que sigue la dirección de las primeras gotas. Si al principio los de la región del Golfo cayeron todos en Nueva York, con los años se repartieron por New Jersey y Connecticut, Virginia y Carolina del Norte. De lavadores de platos en los restaurantes de Manhattan y de carros en los carwash del barrio de Astoria, ahora los otomíes de la sierra trabajan también el los jardines New Rochelle, de albañiles en Yonkers, de cargadores en las marketas de Mahopac, dos horas al norte del Nueva York y en North Bergen, del otro lado del Hudson. El mapa de la emigración es una geografía en movimiento: algunas de sus veredas son visibles y otras escondidas.

El tiempo se hizo largo como el sufrimiento de los horarios de trabajo y la nostalgia de la milpa, la comunidad y el olor a mirra del fogón. Pero se acumuló experiencia colectiva en tejer redes de identidad aquí y del otro lado y crecieron las raíces de la cultura, sin olvidar la tierra propia.

Este año, los nahuas y tepehuas de Tlachichilco organizaron su propio servicio de paquetería Nueva York-Huayacocotla. Carolina Jiménez, casada con un poblano de Atlixco, tiene sus papeles arreglados. Hace meses, los de Tecomajapa le propusieron que trajera unas maletas con ropa para los niños de la comunidad. La demanda colectiva creció y ahora viaja cada quince días, con encargos de ida y vuelta. Para la fiesta del Xantolo la Caro se llevó 37 paquetes de tamales que mandaron de La Soledad a los muchachos que viven en Fordham, por la tercera avenida, "para que no se les olvide comer con nosotros la ofrenda de Todosantos". "Más efectivo este correo que el Estafeta y el ups, porque esos no llegan a Ayotuxtla --comenta Eucario Marín, el de Tzicatlán, el que acomoda los abarrotes en la tienda Explossion de la calle Tremont--, y añade: "nosotros tenemos que bailar al son que nos tocan, pero inventamos nuestros propios pasos".
 
 

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Así se van integrando los colectivos indígenas llegados de la sierra, con la pura fuerza de los años que pasan, en un sistema invisible a propósito, donde la ilegalidad se oculta debajo de la legalidad aparente, para que ningún derecho pueda ser exigido.

Un ejemplo exhaustivo son las plantaciones del valle de Bridgeton, al sur de New Jersey. Allí fueron bajando desde Nueva York cientos de indígenas de Oaxaca y Puebla a los que se juntaron los nahuas y otomíes de la Huasteca. Cubren todo el ciclo del cultivo del tomate, de las subespecies uva, cereza y del apodado ugly, de la siembra y el arreglo de los arriates en primavera y verano, al trabajo en las empacadoras cuando ya calan las heladas del invierno. Viven en casas abandonadas por los dueños o en galeras construidas por los capataces encargados de todo el personal. Los italianos, son los dueños de las agroindustrias en esta ciudad pequeña. Les siguen los africanos, luego los portorriqueños y, en el último escalón de la obediencia, los mexicanos indígenas de la sierra. Pero los primeros no vivirían sin los últimos. Juan Reyes regresó a Ayotuxtla con una carta en inglés con el membrete de la Shepard Farms Inc.: "Quedamos complacidos con su excelente trabajo. Le pedimos que vuelva a trabajar con nosotros el próximo año. Usted debe regresar antes del 10 de Abril del 2005 y tendrá su admisión asegurada".

Los capataces se los reparten por lugares de origen para poder organizarlos mejor conforme a costumbres semejantes. Los otomíes y nahuas de la sierra se agrupan con Juan Ochoa, un contratista que llegó de Cortázar, Guanajuato, meses después de la Ley Simpson Rodino. Como muchos, logró su residencia a base de testigos amigos, sin la antigüedad requerida. Juan y su esposa Mónica, son la única relación de los jornaleros para el trabajo y la vida de cada día. Ella calienta el café y el atole en la mañana, organiza la comida de la tarde. Él los lleva al hospital cuando se enferman y los asesora en todos los detalles necesarios para vivir con el reglamento de la ilegalidad instaurada.

Los dueños de los campos y empacadoras y los indígenas no se conocen entre sí. "Sé que allí están, pero he de confesar que no los conozco" --dice Ron Cassela, el fiscal italiano de Bridgeton-- "no sé qué piensan, de dónde vienen ni cuántos son". Todos los trabajadores de ese valle, a cuarenta minutos al este de Filadelfia están obligados a conseguir su ID (credencial de identificación) falsa, y ésta se vende a sesenta dólares a campo abierto.

"Mi credencial es mentirosa", confiesa Rey Cristóbal, el de Pie de la Cuesta, pero es necesaria para cobrar en el banco los cheques del salario, con los impuestos ya deducidos. Eso obviamente lo saben y lo mantienen los patrones italianos, la migra, los funcionarios gubernamentales y los del banco.

Todos ellos forman parte de la confección a escala de un sistema ilegal estirado a lo ancho del país, que permite pagar salarios por abajo del mínimo, calcular las jornadas con las doce horas del sol, subsidiar la agricultura con el sudor indígena, ahorrarse la seguridad social y cobrar los impuestos para tranquilidad del fisco.

Paradójicamente, en todo este sistema ilegal, los únicos actores legales son los indocumentados, quienes simplemente ejercen su derecho al trabajo honesto.

El señuelo del acuerdo migratorio ya no engaña. Los hombres de maíz, más bien siguen poniendo su esperanza en el alma ancestral de sus pueblos y de la tierra común que empuja la vida en las plantaciones de Bridgeton, en los pavimentos de Queens y en las laderas de Texcatepec.
 
 
 



Niña ixil en Cabá, Guatemala
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