Ozomatli, grupo abridor, realizó tremendo guateque multicultural
El macho, más inflexible, mientras crece su miedo a las mujeres: Santana
"Quiero plantar en sus cabezas ideas de luz que puedan florecer para que México renazca", expresó en su concierto en el Palacio de los Deportes ante miles de sus seguidores
Ampliar la imagen "La m� es dar y recibir orgasmos" FOTO Marco Pel�
Los elementos de la noche: una guitarra sublimada en blues, soul, rumba, rock, samba, percusiones africanas, himnos órficos y de amor.
La noche del 10 de abril de 2005, el maestro Carlos Santana retornó a la cuna de sus glorias, regresó a su país de origen para hacer retumbar la luna y las constelaciones.
Durante 144 minutos escanció la magia blanca de su música, declamó su discurso de luz, enlistó a los ángeles y alistó la ceremonia para una boda entre lo carnal y lo espiritual, que es la clave declarada y aclarada de su arte.
Convirtió el Palacio de los Deportes en una cacerola inmensa donde puso a hervir veinte mil corazones latentes y batientes en una orgía de clamores y fulgores, una intensa sucesión de paroxismos.
Si aprendemos a ver con el corazón más que con los ojos, refrendó Santana, nos percataremos que estamos rodeados de ángeles. Y puso a bailar con ellos todos.
Antes, el grupo Ozomatli trajo desde Los Angeles a los mismísimos ídems con una parafernalia de metales, percusiones, un diyéi y un cantante hip-hopero para armar tremendo guateque multicultural.
Diez músicos antítesis de Rambo con mucho rumbo y rumba, harto guaguancó, mucho son sin sombra y mucha nitroglicerina en congas, tambores, parches y cueros y música de raigambre y de jarana.
Armazón de figuras rítmicas
Una armazón de figuras rítmicas y licuadoras de vertiginoso diapasón en cumbias, combos, cambios de tintes sonoros y sonoras cantilaciones de furor y encanto. Una música de rompe y rasga trasculturada, el orgullo fronterizo que rompe las fronteras. Si Kusturica fuera chicano, haría música en barullo y orgullo tales como la música angelina de Ozomatli.
Pero el clamor y los furores de la masa ardiente no estaban de vena suficiente como para pedirle peras al perol y pidieron a chiflidos que terminaran su jolgorio los abridores para que llegara a escena el maestro mayor.
Y así fue como a las veinte cero cuatro hizo su entrada triunfal el maestro con su atuendo chicanísimo: lentes oscuros, sombrero tintanesco y un sonido que sigue haciendo historia.
Desde el primer instante en que Santana levantó el dulce trinar de su sonido inconfundible de zenzontle, una corriente eléctrica recorrió las epidermis. A partir del instante infinitesimal en que cerró los ojos, torció la boca en éxtasis y puso en órbita el sonar de los radares del canto de ballenas de su instrumento, todo fue edén y gloria, permiso para entrar al paraíso.
La masa anhelante se mantuvo durante los 144 minutos siguientes en una elevación tántrica merced a la mano maestra del maestro, un músico que ha alcanzado la inmortalidad gracias a las enseñanzas de sus mayores: los músicos populares mexicanos y los músicos populares del blues y del soul y del rock y del oriente. Eso, la sabiduría zen de Carlos Santana hace de los conciertos de su madurez ceremonias de elevación espiritual en el placer de la carne y de la sangre hirvientes.
Una energía sexual, una pulsión voltaica se adueña de mentes y corazones en ebullición. Put your lights on, suena apenas la segunda pieza y ya todo hierve, todo refulge, todo trema.
La nueva banda de Carlos Santana incluye a su hijo Salvador en los teclados, al conguero Bobby Allende y al sustento del sonido Santana: el timbalero Karl Perazzo, pero sobre todo al artífice del sello santanesco: el maestrísimo Chester Thompson en las teclas.
Entre las nuevas adquisiciones está también el cantante solista Andy Vargas, que cumple las funciones clásicas de las piezas nuevas y las clasiquísimas de Santana.
Dado el grado de madurez y perfección que ha logrado Carlos Santana en 30 años de maestría a su vez hace evidente otro cambio necesario: esa banda pide a gritos una voz solista negra, a la manera sabia como lo han resuelto Sus Satanísimas Majestades los Rolling Stones o el mismo Dios, es decir Eric Clapton, con lo cual Santana rompería el tufo a Club de Tobi de su banda, donde al parecer no se admiten mujeres, a pesar de que en otros clubes se admiten bellas y muy inteligentes.
Una confirmación de tal aserto la hizo el propio Santana, quien al micrófono dijo: "quiero plantar en sus cabezas ideas de luz que puedan florecer para que México renazca y haga más luminosa la gran riqueza que posee y que es más poderosa que la riqueza que hay en Japón y en Alemania".
Enseñar ideas de luz
La clave de todo es compartir, siguió Santana su discurso. "Debemos permitir que las mujeres enseñen a sus hijos ideas de luz. Para empezar, les enseñen el respeto a las mujeres, porque las mujeres son el futuro, son compañeras de luz. El problema es que el macho mientras más miedo le tiene a las mujeres es más inflexible. Y lo que necesitamos es que haya igualdad."
Puso entonces al micrófono a su guitarra, que es mujer. Tendió enseguida más hamacas de placer. Condujo a la masa erguida a una sucesión interminable de clímax paroxísticos. Desató la flor de su secreto a voces, su tantas veces, que la noche del domingo refrendó, declarado anhelo de lograr "orgasmos espirituales" con su música.
Y eso fue lo que hizo Carlos Santana el resto de la noche. Tendió en la pantalla gigantesca imágenes cósmicas, big close ups a los lances de sus músicos, escenas de cómics clásicos (Astroboy, el héroe de su infancia), terminó su concierto, pero regaló otras cuatro piezas, la primera en palomazo con Ozomatli sumando 20 músicazos en escena.
Hizo de la fiebre de esa noche de domingo una laica trilogía, una santísima trinidad enaltecida: luz, amor, armonía. Y compasión, e invitó con ella a seguir la fiesta la noche del 15 de abril en el Zócalo.
Será una nueva fiesta, otra ceremonia de las bodas de lo carnal con lo espiritual, que es la clave de la música de un clásico: el maestro Carlos Santana.
Al final: un grito retumbó en la chiche metálica del Palacio de los Deportes a toda orquesta y a todo pulmón multiplicado por 20 mil, una masa enloquecida de placer que rindió tributo al monje zen que los llevó 11 mil veces y miles veces más hasta el pináculo del éxtasis:
¡Que viva Carlos Santana!