Usted está aquí: lunes 11 de abril de 2005 Opinión ¿Qué quedó?

León Bendesky

¿Qué quedó?

Tras el juicio de desafuero del jefe de Gobierno del Distrito Federal quedó una sociedad más fragmentada y confrontada. El resultado es malo y no se apega al objetivo declarado por el gobierno: la preservación de la legalidad, que sólo es tal, cuando se legitima con la confianza de la gente. Una legalidad que debe expresarse en mayor seguridad para todos.

Es difícil decir que se consiguió esa confianza y sostener, como se quiere, que con este caso comienza la vigencia del estado de derecho. Más bien parece muy conveniente que sea con el caso que involucra a López Obrador con el que por fin triunfa la ley. Además, el problema es que no hay nada que asegure que de aquí pueda seguir algo que se asemeje a la aplicación irrestricta de la ley. La motivación política es en este asunto demasiado grande. O, cuando menos, que se diga por qué no se empezó con otros casos flagrantes en los que el gobierno actual, que tanto ama la legalidad, pudo muy bien imponer la ley. Sí, una vez más y para remachar hasta el cansancio, y nada más como ejemplos, en asuntos concernientes al Pemexgate, aunque se haya pagado una multa, o el Fobaproa y la inacabable impunidad que reina en el sector financiero.

Se equivoca el presidente Fox cuando declara -como suele hacer, fuera del país- que en México se dio al mundo una lección de legalidad y se demostró la fuerza de las instituciones; ni más ni menos, ¡vaya pretensión! No se sabe bien para consumo de quién son esas palabras. No tienen eco internamente más que por animadversión contra el personaje involucrado, misma que ha fomentado el propio gobierno y, tampoco, en donde le duele más, que es en la prensa de Estados Unidos.

Lo que vimos en el Congreso fue un espectáculo para justificar una decisión tomada de antemano por las dirigencias del PAN y del PRI. Fue demasiado burdo. No hubo en la larga sesión en la Cámara de Diputados, que se erigió en juzgado de procedencia, un solo argumento que haya provocado un cambio en la decisión del voto de alguno de los diputados. Todo estaba pactado, todos sabían a qué iban y por qué. Nadie escuchaba, más que por el morbo que provocaba lo que se decía de una y de otra de las partes, fuesen argumentos o vociferaciones. Fue un diálogo de sordos.

Hubo, cuando menos, un espacio para oír las voces de las fuerzas políticas cada vez más polarizadas. La primera, para dejar en claro el asunto, fue la de un Ministerio Público, cuya presentación fue mucho más allá de los elementos jurídicos de la causa que perseguía. Al hacer una declaración política como representante de la PGR, puso en evidencia los motivos del litigio. Cada vez que desde esa dependencia se asegura que se procede con estricto apego a la ley se acrecientan las dudas. Sucede lo contrario de lo que se dice estar fomentado: el estado de derecho.

Los argumentos de la parte acusadora y de la que se defiende están, como es natural, contrapuestas. El conflicto se dejó avanzar tanto que López Obrador se convirtió, a su vez, en acusador. Los dos discursos que pronunció ese día, en el repleto Zócalo de la capital por la mañana y en la Cámara convertida en juzgado por la tarde, destacan por su carácter contundente y directo. Son el otro lado que indica el grado de confrontación vigente.

Hace mucho no se escuchaba a un político exponer así, ante una multitud de personas a campo abierto o en el recinto legislativo, su visión sobre lo que ocurre en el país, señalando de modo expreso a quienes considera responsables del enfrentamiento.

Hay una responsabilidad muy grande del secretario de Gobernación, Santiago Creel, por haber dejado llegar la situación a estos extremos. No ha estado a la altura de su papel como garante del quehacer político, de la seguridad interna y de la paz social. Creel no es desde hace mucho tiempo el encargado de ese despacho, sino el que busca la candidatura de su partido a las elecciones de 2006. Esa confusión es muy grave y contribuye abiertamente a la crispación política y social.

El gobierno ganó esta batalla, pero ha abierto un frente más grande y riesgoso. Sus estrategas no pueden estar satisfechos si tienen algo de cordura y les queda algo de compromiso. No pueden con este caso forzar a la sociedad a tomar partido, ya sea por el proyecto para el que trabajan o para uno alternativo, que se hace cada vez más explícito, y ello en nombre de la legalidad que profesan. Si, como quieren, el asunto es sólo de la competencia de la ley, ellos lo han viciado de manera irremediable.

Ahora quedan los jueces. Esta será otra gran prueba de la legalidad que se pretende instaurar. La experiencia no respalda la necesaria independencia que exige la nación del Poder Judicial con respecto al Presidente. No, no se trata de que la justicia y la legalidad se manifiesten únicamente si el juez encuentra inocente a López Obrador. Se trata de que la sentencia sea clara en su contenido y comprensible, sólo así será legítima y compatible con su propia esencia. Sólo así podrá aminorar el entorno político de animadversión creciente que desde las cúpulas del poder político y económico se ha impuesto en el país.

 
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