Un poco de silencio
Ampliar la imagen La ventisca agita el atuendo de cardenales reunidos en el Vaticano con motivo del funeral del papa Juan Pablo II, al que asistieron multitudes FOTO Reuters
Ojalá la tierra sea para él más ligera de lo que fueron los medios. Juan Pablo II se apagó después de días de padecimiento, mientras Italia se sumergía en un mar de palabras, imágenes robadas, indiscreciones. Un voyeurismo indecente. La última fotografía de su rostro, desfigurado en el inútil intento de hablar a la multitud, se exhibió en las primeras páginas.
Estaba quien lo anunciaba muerto, quien lo oía hablar en italiano y en alemán, quien lo consideraba en vigilia y quien en coma. Si hubiesen podido tener las cámaras a medio metro de su lecho y captar el audio del último suspiro, lo habrían hecho. Los obispos habituales de la televisión no estaban rezando de rodillas, estaban en los estudios de la RAI o de Mediaset invitando a otros a rezar.
En un crescendo alimentado por los habituales conductores fuimos informados de que lloraban y rezaban todos los católicos, casi todas las iglesias cristianas, todos los judíos, todos los musulmanes; faltaron sólo los sentimientos de budistas. El presidente de la república, de la cual yo también soy ciudadana, participó en misas e hizo declaraciones que no me representan, impensables en otro tiempo para un Estado laico.
No sé si este espectáculo fue deseado por él o si fue fruto de la curia y de los personajes que lo circundaban. Sin duda Karol Wojtyla aceptó y buscó a los medios -para introducir a la Iglesia en el tercer milenio, dicen los vaticanistas- y finalmente fue víctima de su exceso, que nadie puede ignorar.
Así desaparecieron de las primeras páginas y de los noticiarios las otras noticias, a menos que tuvieran relación con la Fórmula Uno. Quizás esta masificación de una religión fácil ha guiado a buena parte de los que desde el sábado llenaron la plaza de San Pedro a decir, como el abuelo en el tiempo de las batallas, "yo también estuve ahí", al apagarse las luces de las dos famosas ventanas.
¿Cómo reprochárselo? No es esto lo que incomoda a quien, no siendo creyente, considera el cristianismo un gran evento de la humanidad. Es el uso que se está haciendo. ¿Por qué hablar de Vía Crucis para un anciano que estaba muriendo de pesadas enfermedades, como les sucede a otros millones en el mundo, pero sin haber llegado a su edad y sin los tratamientos que se le prodigaron a él?
¿De martirio? El hebreo de Nazareth, convencido de ser hijo de Dios, aceptó ser flagelado y morir en un horrendo suplicio, en soledad, como el último de los esclavos, para salvar el mundo.
Karol Wojtyla, desde que fue electo Papa, no se sintió más un hombre, sino la voz de Cristo, hasta llegar a hablar de sí mismo en tercera persona.
Pero era un hombre y resulta muy doloroso este intento de proponerse como símbolo de una vía de salida para una humanidad que no sólo está secularizada sino que declara cada día estar privada de ideales y de ideas. Se lo consumió como una estrella de rock cuando se lo debió haber protegido. Morir es un duro trabajo, más aún para una fibra como la suya, que desafiaba la montaña y la nieve.
A su funeral vendrán los grandes del mundo que ni siquiera soñaron con escucharlo cuando hablaba a favor de la paz y contra la riqueza. Fue la única autoridad moral para quien no dedicó atención a una ética terrena. Ahora viene el tiempo de una reflexión sobre el papado de Juan Pablo II. Entonces se podrá medir su aporte teológico, tal vez no tan relevante, su enseñanza ética, tal vez no tan innovadora, su peso político multiplicado por el hundimiento del comunismo, su rol no exento de sombras sobre la comunidad eclesiástica. Hay un día para vivir y un día para morir, dice el Antiguo Testamento. Que al menos éste sea dedicado al silencio.
* Intelectual y escritora italiana, fundadora del diario Il Manifesto. Traducción: Página 12