Los biotecnólogos y el mito del científico objetivo
Otro hecho irracional fue creer, y hacer creer, que el debate sobre los organismos genéticamente modificados (OGM) se dio solamente entre los "inmaculados" investigadores de la biotecnología y un puñado de inconformes ecologistas, vociferantes e iracundos, carentes de argumentos científicos. Esta idea falsa prevaleció en el imaginario de los biotecnólogos (y fue adoptada por sectores de la opinión pública), no obstante la creciente participación de científicos con posiciones contrarias.
Ejemplos: el seminario convocado por la Universidad Nacional Autónoma de México en noviembre de 2002 (véase el libro Alimentos transgénicos, Siglo XXI, 2004), reuniones de la Comisión de Bioseguridad (Cibiogem) y el seminario de El Colegio de México (enero de 2005). Los puntos de vista de numerosos investigadores se hicieron públicos en manifiestos periodísticos, como el del 7 de febrero, firmado por 90 científicos, y en el documento de la Comisión de Cooperación Ambiental elaborado por 17 reconocidos investigadores de Estados Unidos, Canadá y México. Estos hechos fueron ignorados por la Academia Mexicana de Ciencias, la cual se abstuvo de promover, como era su obligación, un debate amplio y sustancioso sobre la ley.
Aunque no fue el caso, los tiempos en los que la palabra de los "expertos" era la única válida están pasando a la historia. Hoy las sociedades civiles exigen presencia y participación (voz y voto) en las decisiones de proyectos de desarrollo e innovaciones diversas (en México ha sido el caso de las comunidades indígenas), de tal suerte que los científicos se están volviendo un actor más, no el más importante o el decisivo, en las instancias que toman las decisiones.
Hay todavía un hecho incontrovertible que los biotecnólogos que defienden la tecnología de los transgénicos, y pontifican sobre sus virtudes, tienden a olvidar, ignorar o pasar por alto: con muy pocas excepciones, todos los problemas que los transgénicos pretenden resolver en la agricultura (plagas, suelos poco fértiles, sequía, lluvias erráticas, etcétera) se logran remontar mediante métodos agro-ecológicos de manera más barata, independiente y segura, y a partir de los recursos locales y el conocimiento acumulado por las culturas indígenas o rurales.
La agroecología, que es un enfoque de investigación interdisciplinario, participativo (en tanto integra al productor al proceso de investigación), respetuoso de los conocimientos locales, tradicionales o indígenas, y buscador del bienestar de los productores rurales y los consumidores de las ciudades, está llamada a jugar (ya está jugando) un papel central en la construcción de una vía alternativa de modernización rural.
Por ello, como he señalado en varias publicaciones, la agroecología y la bio-tecnología (en su modalidad dominante) operarán cada vez más como las antípodas de dos "tradiciones de investigación" o "paradigmas" en competencia, por la razón de que representan dos maneras radicalmente opuestas de concebir la ciencia, sus aplicaciones sociales y sus significados culturales y éticos. Ello no impide la búsqueda de alternativas en las que ambas tradiciones logren complementariedad, pero ello dependerá de que la biotecnología se desprenda mediante una severa autocrítica de sus tentaciones mercantiles y sus obsesiones de dominio del mundo natural.
En resumen, todo indica que mediante la Ley de Bioseguridad los biotecnólogos legitimaron, junto con los legisladores, una nueva forma de contaminación (genética), y coadyuvaron con sus argumentos y tesis a lograr la entrada de las corporaciones al mercado del sector agroindustrial de México. Por desgracia los principales biotecnólogos que debatieron nunca lograron deslindarse de las posiciones impulsadas por los aparatos de propaganda de las empresas transnacionales. Los biotecnólogos pudieron haber exigido el derecho a realizar investigación sobre los OGM, lo cual no sólo es legítimo sino necesario, sin tener que pronunciarse por su comercialización, lo cual los hubiera situado como un sector independiente, sin compromisos con las empresas corporativas.
Como ha venido sucediendo en los países industrializados desde la mitad del siglo XX, científicos, políticos y empresas industriales volvieron a aliarse para imponer a la sociedad una tecnología de alto riesgo, pero de gran rentabilidad económica entre los sectores de productores agroindustriales o "modernos", pero con impredecibles impactos en las regiones campesinas y en las áreas naturales, protegidas o no, generalmente con alta biodiversidad. Ello recuerda de inmediato los casos de la energía nuclear y de la "revolución verde" (basada en el "control" con agroquímicos y maquinarias).
El fenómeno, que no es nuevo para el mundo, pero sí para México, debería motivar la reflexión, seria y autocrítica, entre los 750 biotecnólogos que según se dice existen en el país. Ello permitiría el deslinde de una investigación biotecnológica con verdadero sentido social, dirigida a resolver los problemas de la nación (rurales, urbanos e industriales), impulsando un estilo original y responsable de hacer ciencia, y sobre todo de bajo riesgo.
Aquellos tiempos en los que cualquier científico tenía garantizados el reconocimiento y la aceptación de sus ideas han quedado en el pasado. Hoy, cuando la modernidad se vuelve cada vez más una "fábrica de riesgos" (U. Beck), las innovaciones científicas y tecnológicas deben ser evaluadas y escudriñadas por la sociedad por entero y las posiciones de los expertos deben ser confrontadas. Lo anterior es especialmente cierto en el caso de la biotecnología, pues, como ha señalado Jeremy Rifkin en su estremecedor libro El siglo de la biotecnología, esta nueva rama de la ciencia "extiende el dominio de la humanidad sobre las fuerzas de la naturaleza, como ninguna otra tecnología en la historia, con la sola excepción de la bomba nuclear". Vista en esta perspectiva, la aprobación de la Ley de Bioseguridad no es más que el inicio de lo que será, cada vez más, una cruenta batalla.