Los biotecnólogos y el mito del científico objetivo
Se acostumbraba pensar al sacerdote como un hombre piadoso, al político como bienhechor, al médico como apóstol de la salud y al científico como ser racional. Se olvidaba que, aunque todos ejecutan un juramento de gremio, "el hábito no hace al monje". Hoy, está comprobado, hay curas acusados de abuso sexual, políticos corruptos, médicos que se enriquecen a costa de sus pacientes y científicos que actúan subjetivamente, es decir, que se comportan siguiendo las pautas de lo irracional.
La discusión y promulgación de la Ley de Bioseguridad ha servido para poner en evidencia la irracionalidad de muchos científicos que participaron en el debate. Aquella idea mítica del científico como un ser equilibrado, justo, sabio y objetivo quedó de nuevo bajo tierra. Una revisión de los textos y entrevistas de los principales biotecnólogos que defienden el uso de los organismos genéticamente modificados (OGM) servirá para ilustrarlo.
El análisis revela un compendio de falacias, trampas e inmoralidades, y son un ejemplo bastante didáctico del arquetipo del investigador especializado, incapaz de reconocer la complejidad de la realidad, o bien de un científico influenciado y finalmente ganado a un proyecto económico corporativo.
Como todo científico sabe, o debería saber, una falacia es un razonamiento válido cuya conclusión, sin embargo, resulta falsa porque ha utilizado, voluntaria o involuntariamente, una premisa que no es verdadera. Varias de las principales tesis esgrimidas por los biotecnólogos (L. Herrera-Estrella, F. Bolívar Zapata, J.L. Solleiro, X. Soberón), durante el debate constituyen sendas falacias.
Las encabeza sin duda la tesis apostólica de que los OGM son una tecnología que contribuirá a incrementar los alimentos y a superar el hambre del mundo. La tesis comienza a derrumbarse cuando se comprueba que las plantas transgénicas comercializadas fueron diseñadas para tolerar herbicidas, resistir insectos, hacer ambas cosas o enfrentar virus para las regiones con agricultura industrializada de Estados Unidos, Canadá y Argentina, es decir, constituyen una simple "tecnología de salvación" frente a la crisis ambiental, energética y productiva de los extensos monocultivos con base en pesticidas, riego y maquinaria de la agricultura industrial.
No hay, hasta donde se sabe, ningún intento por crear transgénicos para las regiones campesinas del mundo (que representan de 60 a 80 por ciento de las áreas productoras de alimentos). Ahí, en los complejos policultivos tradicionales, ricos en diversidad genética de plantas y animales, los OGM son poco atractivos para los campesinos por la sencilla razón de que o no los pueden comprar, o no los necesitan, o disponen de una docena de soluciones ya probadas a los problemas, que son más baratas, accesibles y, sobretodo, de menor o nulo riesgo.
La tesis se hace pedazos cuando se comprueba que 90 por ciento de las milagrosas plantas las venden, y no ciertamente baratas, cinco gigantescas corporaciones (Monsanto, Dupont, Bayer, Dow y Syngenta), las cuales por cierto son las mismas que décadas atrás promovieron el uso de pesticidas y las que hoy controlan 70 por ciento del mercado de agroquímicos.
En realidad, esta tesis falaz surge, a su vez, de otra falacia, esta vez de carácter epistemológico. Pensar que un gen, un nucleótido o una molécula de ácido nucleico lograrán resolver un problema de tal nivel de complejidad como es el hambre del mundo, que es un fenómeno resultante de un intrincado sistema de factores, resulta de una ingenuidad pasmosa.
Ello surge, como ha explicado J. Muñoz, del carácter reduccionista y simplificador de la biotecnología moderna que fetichiza el papel del gen y lo eleva a una suerte de "elemento supremo", negando de paso la existencia de los factores evolutivos, ecológicos, culturales, económicos, históricos, jurídicos, o geo-políticos que determinan el problema. En este caso, una mezcla de triunfalismo y soberbia tecnocráticas hacen desaparecer la prudencia y responsabilidad que deberían caracterizar a un hombre o mujer de ciencia.
La extraña resistencia a considerar a los OGM como "contaminantes genéticos", no obstante la llegada de las evidencias en torno al maíz, a la mariposa monarca y más recientemente a la canola (véase Nature del 21 de marzo) constituye otro argumento falso que sirve para justificar una conclusión insostenible. En este caso, los biotecnólogos se convierten súbitamente en avestruces mediante frases como: que los OGM son el producto de "...un método biológico y por tanto natural" (Herrera-Estrella y Martínez-Trujillo, 2004: 31), "tienen siglos entre nosotros" (X. Soberón, 2002: 4), o "los genes están ahí desde hace millones de años, nosotros simplemente los pasamos de uno a otro organismo..." (Bolívar Zapata, 2005: 5).
Lo anterior lleva a llamar tramposamente a los OGM "insecticidas biológicos", "bio-remediadores" o inductores de una "agricultura más amigable con el ambiente y la biodiversidad" cuando en realidad se trata de artefactos (L. Olivé), gestados por la manipulación humana, que conllevan el riesgo de modificar de manera impredecible los genomas de otros organismos.
La posición de los biotecnólogos de considerar como "natural" el traslado de un gen de un organismo al genoma de otro (por ejemplo de una bacteria a un animal, de un animal a una planta, etcétera) no resiste una discusión seria. Siguiendo esa lógica, la creación humana de engendros ("criaturas informes que nacen sin la proporción debida"), tales como los "superratones" (con genes humanos), la "cabrioveja", las plantas de tabaco con luz de luciérnagas y otras muchas invenciones biotecnológicas que desbordan con creces la imaginación, serían igualmente "naturales".
Estas falacias, que fueron refutadas en varios foros y publicaciones científicas, siguieron presentes en la boca de los biotecnólogos, como si la discusión racional y el pensamiento lógico estuvieran ausentes. Llama notablemente la atención, la posición de F. Bolívar Zapata, quien desde sus primeras hasta sus más recientes declaraciones (compárese su artículo en Este País de noviembre del 2002 con su entrevista en Investigación y Desarrollo de La Jornada, de marzo de 2005), repitió sin variación las mismas tesis falsas, ignoró olímpicamente la participación de científicos contrarios a su visión, y se ahorró de paso la incomodidad de discutir y refutar sus argumentos.