Usted está aquí: sábado 2 de abril de 2005 Opinión La lucha por la lealtad y la adhesión

Gonzalo Martínez Corbalá

La lucha por la lealtad y la adhesión

En las sociedades más diferenciadas se da, más como regla que como excepción, la lucha por la lealtad y la adhesión del pueblo, afirma Lewis Coser en Las instituciones voraces, y agrega que, especialmente en la época medieval, la lucha por el poder se podía identificar como la contienda entre el altar y el trono para resolver la rivalidad generada en el ejercicio del poder, no siempre escenificada solamente en la privacidad de los salones amplios y sombríos de los castillos y en las mesas bien servidas de vinos y viandas. En otras ocasiones, estos conflictos del poder se resolvían a caballo y en los campos de batalla.

Baste recordar la lucha que se estableció entre el Parlamento y Carlos I, rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1625-1649) -que se inició con su matrimonio con Enriqueta María de Francia-, quien fue juzgado y decapitado, sin permitírsele la palabra en propia defensa, por el líder de los puritanos, Oliverio Cromwell. Este no se dejó nombrar rey, sino prefirió constituirse en lord protector de Inglaterra, y condujo a sus tropas sobre "caballos de hierro" a la victoria ante los realistas, apoyó la facción independiente de los puritanos contra los presbiterianos y fue quien realmente llevó a Carlos I al juicio en el Parlamento, con caballos y soldados enfundados en armaduras de acero, y a su ejecución.

Fue el Consejo del Ejército, constituido por altos oficiales, el que lo nombró lord protector de la Commonwealth, en 1653. Las raíces del conflicto con Carlos I de Inglaterra se derivan de la sospecha que Cromwell tuvo de que por conducto de la reina Enriqueta María de Francia se estaba incubando un concordato con los católicos de Inglaterra, por lo que envió a Carlos I al cadalso y le dejó caer la cuchilla de la guillotina sobre su cuello real, separándola de un tajo de su voluminoso cuerpo.

Resuelto de esta manera el conflicto entre la Iglesia católica romana y los puritanos encabezados por Cromwell, éste pudo gobernar con manos dura durante cinco años, hasta su muerte, en 1658; además, logró la paz con Holanda y firmó tratados comerciales con países europeos como Suecia, Dinamarca, Portugal y Francia. Su título de lord protector para todo efecto práctico tenía todas las características de una monarquía, considerada tolerante para su tiempo, así es que quedó temporalmente resuelto el conflicto entre el altar y el trono en favor de éste.

Desde el siglo XVII hasta nuestros días la lucha por la lealtad y la adhesión del pueblo no es otra cosa que la lucha por el poder, la que aún en tiempos de Cromwell, como habrá observado el lector, se ha querido enmarcar en un contexto de legitimidad que ha venido haciéndose más relevante aún para aquellos gobernantes que tienen todo el poder de facto para imponer su voluntad, no solamente en la escena nacional, sino debido a las características del mundo moderno, donde se busca siempre dar por lo menos un barniz de legitimidad a ciertos actos que trascienden, por mucho, el escenario estrictamente nacional por sus consecuencias.

Aquí podríamos traer a la memoria nuevamente un caso muy reciente: la guerra de Irak, que ha hecho sentir al presidente George W. Bush la necesidad de justificar su decisión de atacar este país, que tantos comentarios en tono de crítica desfavorable ha motivado por la prepotencia y el autoritarismo mostrado frente al débil Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), institución que bajo el mandato de Kofi Annan se ha convertido meramente de beneficencia social en casos de desgracias como la del tsunami que azotó el sureste asiático, y que no ha sido capaz de detener acciones bélicas como la que se comenta, o por lo menos de evitar que se minimice a tal grado la carta de la ONU que se llegue a declarar que con la autorización del Consejo de Seguridad o sin ella se atacaría a Saddam Hussein por el inminente peligro que supuestamente representaba la posesión de armas de destrucción masiva, que como es bien sabido nunca fue posible encontrar.

El ex presidente del gobierno español, José María Aznar, en México mismo justificó el ataque diciendo que ya el hecho de que se hubieran celebrado elecciones en aquel país tranquiliza su conciencia, por haberse destacado en el apoyo inicial al presidente Bush y al primer ministro británico, Tony Blair. De todas maneras, nuevamente se trata -aun cuando sea con argumentos tan débiles- de encontrar legitimidad a una acción que, en todo caso, al presidente Bush le tiene sin cuidado, puesto que en su segunda elección el pueblo estadunidense le dio su apoyo en lo que bien puede considerarse un gran referéndum en el que resultó indiscutiblemente victorioso.

Dice Norberto Bobbio que "se puede definir la legitimidad como atributo del Estado, que consiste en la existencia en una parte relevante de la población de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. Por tanto, todo poder trata de ganarse el consenso para que se le reconozca como legítimo y transformarlo a la obediencia en adhesión".

El pasado 22 de febrero, el presidente Bush y la Unión Europea (UE) sellaron su reconciliación en la primera visita que un presidente de Estados Unidos realiza a la UE como organización supraestatal, con 25 líderes europeos que abrieron una nueva era de reconciliación y de amistad teniendo como centro de discusión a Irak y el conflicto palentino-israelí. De esta manera, el presidente Bush culmina su cruzada de legitimación de la invasión de Irak, ya con la adhesión del pueblo estadunidense en la bolsa de sus pantalones; es decir, a posteriori, pero de todas maneras no pudo soslayar la importancia que tiene en la actualidad la legitimación de los actos de gobierno para mantener la lealtad y la adhesión, en su caso, en todo el mundo.

 
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