El Estado laico no restringe la libertad de pensamiento, dijo López Portillo en 1979
Con la primera visita papal, la Iglesia consolidó posiciones políticas en México
La primera visita de Juan Pablo II a México, a principios de 1979, quizás el acontecimiento más importante para la historia moderna de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado mexicano, se verificó del 26 al 31 de enero de ese año. Aunque hubo voces discordantes y negativas en torno a dicha visita, la postura del gobierno del entonces presidente José López Portillo se mostró nítida: el Papa viene como "visitante distinguido", y como tal se le debe tratar, con cortesía y caballerosidad. El Estado es laico, pero eso no implica restringir la libertad de pensamiento, de creencia y de ejercitar el culto dentro del marco y las especificaciones de la ley.
Tras permanecer un día en Santo Domingo, República Dominicana, el pontífice llegó a México a las 12:40 horas del viernes 26 de enero de 1979. La jerarquía católica en pleno, encabezada por el entonces delegado apostólico Girolamo Prigione y el arzobispo primado de México, Ernesto Corripio Ahumada, lo esperaban en el hangar de la entonces Secretaría de Asentamientos Humanos y Obras Públicas. Al bajar del avión, el pontífice se arrodilló para besar el suelo mexicano, gesto con el que inició una relación muy intensa con el pueblo católico de México.
Pese a voces inconformes, López Portillo y su esposa lo recibieron con estas palabras: "Señor, sea usted bienvenido a México; que su misión de paz y concordia, y los esfuerzos de justicia que realiza, tengan éxito en su próxima jornada. Lo dejo en manos de las jerarquías y fieles de su Iglesia y que todo sea para bien de la humanidad". El Papa respondió: "Esta es mi misión y mi ministerio. Tengo gran satisfacción de estar en México". Sin más, el presidente se retiró.
El capricho de la mamá del Presidente
Ese mismo día, por la tarde, el Papa visitó al presidente y a su familia en la residencia oficial de Los Pinos. Hasta mucho tiempo después de su partida hacia Roma se sabría públicamente que el pontífice había oficiado una misa en la capilla privada de la residencia presidencial, como un favor especial a una solicitud hecha por el mismo José López Portillo, para satisfacer un deseo de su señora madre, abiertamente católica.
Multitudes acompañaron a Juan Pablo II durante su estancia en las ciudades de México, Puebla, Oaxaca, Guadalajara y Monterrey.
El periodo de 1977-1979 marcaría profundamente las relaciones Iglesia-Estado. Por un lado, el cardenal Miguel Darío Miranda se retiró a mediados de 1977 como arzobispo primado de México, dejando su lugar a Ernesto Corripio Ahumada, hasta ese entonces titular de la arquidiócesis de Oaxaca. Por otro lado, Mario Pío Gaspari, delegado apostólico, fue enviado como pronuncio a Japón. El Vaticano había nombrado para remplazarlo a uno de sus hombres más confiables: Sotero Sanz Villalba, nuncio apostólico en Chile y testigo de la caída del presidente socialista Salvador Allende. Una muerte repentina le impidió siquiera tomar posesión de su cargo. El Vaticano envió entonces a un sustituto: Girolamo Prigione Potzzi.
En 1978, en menos de 10 semanas, fallecieron dos pontífices: Paulo VI (Giovanni Battista Enrico Montini) y Juan Pablo I (Albino Luciani); el 16 de octubre de 1978 se inició el papado de Karol Wojtyla.
En diciembre de 1978 un grupo de enlace mexicano visitó Roma con la misión de extenderle al nuevo Papa la invitación del presidente López Portillo de visitar México al mes siguiente. El Papa ya había aceptado la petición de los obispos mexicanos para asistir a la inauguración de la tercera asamblea general de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano (Celam), que debía realizarse en Puebla durante febrero de 1979.
El Papa inauguró la asamblea episcopal. En su discurso ante los asistentes a dicha reunión dibujó lo que sería su pontificado: deberá la junta (la asamblea de la Celam) tocar como punto de partida las conclusiones de Medellín, con todo lo que tienen de positivo, pero sin ignorar las "incorrectas interpretaciones que exigen sereno discernimiento, oportuna crítica y claras tomas de posición".
Además exhortó a los obispos a vigilar la pureza de la doctrina; rechazó la concepción de un Cristo implicado en la lucha de clases; situó a la Iglesia con los desheredados; señaló que la legítima propiedad privada debe tener siempre una hipoteca social; incitó a los clérigos a ser fuertes defensores de derechos humanos. Pero a los sacerdotes y religiosos les aclaró que no eran ni podían ser dirigentes sociales, políticos o funcionarios de un poder temporal, sino que la función secular toca a los laicos. Sin embargo, los exhortó a "iluminar" con el evangelio toda la actividad humana, incluso la actividad política.
La capacidad de convocatoria que tuvieron el Papa y la Iglesia católica en esos días que duró la visita permitió redescubrir la potencialidad social del factor religioso y marcó el comienzo contemporáneo de un cierto triunfalismo clerical. Esta presencia papal marcó, sin duda alguna, a la Iglesia católica y al pueblo de México. Ningún papa, desde Pío XI -pontífice que vivió la Guerra Cristera-, había tenido tanta influencia en el Episcopado Mexicano ni en la Iglesia católica como lo empezó a tener Juan Pablo II desde esa su primera visita a nuestro país.
El primer viaje del Papa a México debe verse como el principio no sólo de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado, sino también de la Iglesia misma con la sociedad en su conjunto. Además este hecho, que resultaría trascendental para la relación entre ambas instituciones, también fue un gran motor que provocó un proceso de cambio de la Iglesia mexicana y de su posicionamiento en la estructura de poder político.
En este contexto, las condiciones del país y las enseñanzas de la política de pretender revigorizar el papel de la Iglesia en la vida social, política y económica transformaron sin duda alguna a la jerarquía católica nacional e impulsaron la recuperación de los principios de la doctrina social cristiana, que parecía haber perdido durante la "etapa de reconciliación", que siguieron a los años del enfrentamiento cristero.
Hasta esa primera visita, en la historia del país solamente dos presidentes en turno y dos que habían dejado ya la silla presidencial se habían entrevistado con un pontífice romano. Luis Echeverría lo hizo dos veces con Paulo VI: una en Roma en 1974, y la segunda en Naciones Unidas, el 19 de abril de 1977. José López Portillo dio la bienvenida y se entrevistó con Juan Pablo II durante la primera visita de éste a México, en enero de 1979, ocasión en que Karol Wojtyla también se reunió con Miguel Alemán Valdés, en la delegación apostólica. Antes, Adolfo López Mateos, ya fuera de la Presidencia de la República y encargado de la organización de los XIX Juegos Olímpicos, lo hizo con Paulo VI.
El presidente Gustavo Díaz Ordaz juzgó "inoportuna" una visita de Paulo VI a México, solicitada también por el cardenal Miguel Darío Miranda. La historia tenía reservado ese acontecimiento a Karol Wojtyla, quien se bautizó con el nombre de Juan Pablo II en memoria de su antecesor, que apenas duró 33 días en el trono de San Pedro, a quien se le identificó como el Papa de la sonrisa. Mucho se ha especulado sobre su repentina muerte.