Cinco visitas al país generaron cambios constitucionales en materia religiosa
Juan Pablo II, el papa que marcó parte de la historia contemporánea de México
Figura del siglo XX, el papa Juan Pablo II influyó de manera determinante en muchos de los acontecimientos que definieron el rumbo del mundo en las pasadas dos décadas. México no fue la excepción. Desde su primera visita a nuestro país, en enero de 1979, Karol Wojtyla marcó el futuro de la relación entre la Iglesia católica y el Estado mexicano. Después de esa primera estancia, tres meses después de haber asumido el pontificado el 16 de octubre de 1978, ni la Iglesia ni el Estado serían los mismos.
La primera visita pontificia a México es el parteaguas en la vida contemporánea de la Iglesia católica en el país. Esta nueva y agresiva actuación de la institución eclesiástica -que tras la Guerra Cristera había sido confinado al rincón de la sacristía- fue alentada, por una parte, por los discursos de Juan Pablo II en los que exigía a la Iglesia una amplia presencia en la vida pública y, por otra, por el enorme poder de convocatoria mostrado durante los días de la estancia papal. Ni los obispos ni el gobierno se imaginaban de lo que podría ser capaz el nuevo Papa.
En los años siguientes, en la sociedad mexicana se observaron escritos, nombres, declaraciones y posturas de distintos obispos a lo largo de todo el país sobre los temas más diversos. Ningún tema escapó a la opinión de los jerarcas eclesiásticos. Basta recordar lo ocurrido en las elecciones estatales de Chihuahua a mediados de los años 80, cuando se enfrentaron Fernando Baeza, del PRI, y Francisco Barrio, del PAN. Se denunció un fraude electoral en contra de Acción Nacional, y el entonces arzobispo Adalberto Almeida y Merino amagó con la suspensión del servicio del culto público en la arquidiócesis chihuahuense. La amenaza fue contenida con la intervención ante el Vaticano del nuncio Girolamo Prigione y el entonces secretario de Gobernación Manuel Bartlett Díaz.
La Iglesia como interlocutora del gobierno
El gobierno mismo convirtió a la Iglesia católica en interlocutora, ya sea por su creciente presencia en la vida social del país o por los intereses en la búsqueda de una pretendida legitimidad de un gobierno que, como el de Carlos Salinas, llegó sumamente cuestionado al poder.
Durante su campaña política, el candidato presidencial priísta, Carlos Salinas -al igual que Manuel J. Clouthier, del PAN, y Cuauhtémoc Cárdenas, del Frente Democrático Nacional-, se reunió en privado con los obispos católicos. Desde el inicio de su gobierno, Salinas abrió el debate en torno a las reformas constitucionales en materia religiosa. Además rompió el tabú e invitó a seis de los principales jerarcas eclesiásticos a su toma de posesión, al mismo recinto de San Lázaro. De principio a fin, la Iglesia católica estuvo presente en el gobierno salinista.
En ese sexenio ocurrieron la segunda visita de Juan Pablo II a tierras mexicanas; las reformas constitucionales aprobadas por el Congreso en diciembre de 1991; la asistencia de un numeroso grupo de obispos mexicanos a la cuarta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Celam) en Santo Domingo y el debate en torno al quinto centenario de la evangelización de América y su conquista, en 1992; el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, el lunes 24 de mayo de 1993; la tercera visita de Juan Pablo II a México, en esta ocasión a Mérida, en agosto de ese año; el surgimiento del EZLN en enero de 1994 y la participación del obispo Samuel Ruiz en los diálogos de paz.
Semanas antes de que concluyera el gobierno salinista se hizo público el encuentro entre el nuncio apostólico Girolamo Prigione y los hermanos Arellano Félix, narcotraficantes y presuntos responsables de la muerte del cardenal Posadas en el aeropuerto de Guadalajara.
Ya transcurrida la primera visita papal, ésa que marcó en 1979 la relación de la Iglesia y el Estado, debieron pasar 11 años para que el pontífice pisara nuevamente tierras mexicanas. En esta ocasión, de manera más planificada, con estancia de una semana completa y un lenguaje y un mensaje ex profeso para la Iglesia mexicana, la cual vivía la realidad de una negación jurídica, que no le impedía realizar su trabajo pastoral.
Durante los ocho días de estancia, que lo llevó a visitar varios estados, del 6 al 13 de mayo de 1990, en el ambiente siempre estuvo presente la necesidad de "adecuar" el marco legal y constitucional que normara la situación real de la Iglesia y dejar a un lado la "simulación" que había privado durante varias décadas. Ya desde diciembre de 1988 había comenzado el debate, y el presidente Salinas y el PRI cabildeaban las futuras reformas a los artículos 3, 5, 24, 27 y 130 constitucional, todos vinculados al tema religioso.
A su llegada a México, Juan Pablo II fue recibido por el presidente Salinas en calidad de "huésped distinguido" para trasladarse de inmediato, a bordo del papamóvil, a la Basílica de Guadalupe para beatificar a Juan Diego, el indio vidente de las apariciones del Tepeyac. Con las huellas del tiempo y el atentado en la Plaza de San Pedro, el 13 de mayo de 1981, a cuestas, el pontífice estuvo en Valle de Chalco, Veracruz, San Juan de los Lagos, Durango, Monterrey, Chihuahua, Tuxtla Gutiérrez, Villahermosa y Zacatecas. En total visitó 10 estados, donde no hubo tema que no tratara ni sector con el que no se reuniera, desde trabajadores, indígenas, jóvenes, presos, sacerdotes, religiosos y seminaristas, hasta empresarios, intelectuales y cuerpo diplomático.
Antes de los dos años de su segunda estancia, en diciembre de 1991, por unanimidad de los partidos políticos, la Cámara de Diputados aprobó las reformas constitucionales en materia religiosa; el 15 de julio de 1992 se publicó en el Diario Oficial de la Federación y entró en vigor la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público. El 20 de septiembre de ese mismo año México y la el Vaticano anunciaron el establecimiento de relaciones diplomáticas, y semanas después se designaron los primeros embajadores: Enrique Olivares Santana y Girolamo Prigione, quien pasó de delegado a nuncio apostólico.
Así, los cambios que la Iglesia católica había pedido y exigido desde el 6 de febrero de 1917, un día después de promulgada la Constitución, se consumaron en el salinismo.
En una visita relámpago de apenas unas horas, el pontífice volvió a pisar tierras mexicanas el 11 de agosto de 1993. Tres meses antes, el 24 de mayo, el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo fue asesinado en el aeropuerto de Guadalajara, víctima de una confusión durante el enfrentamiento entre dos bandas de narcotraficantes, según la versión gubernamental. Aunque había gran inconformidad entre la jerarquía católica por esta versión, en esta tercera visita papal nunca se hizo referencia oficial a este lamentable hecho.
Para estar nuevamente en tierras mexicanas, Juan Pablo II aprovechó su viaje final a Denver, ciudad estadunidense donde se realizaría un encuentro internacional de jóvenes, para visitar también, primero Jamaica -una de las Grandes Antillas donde rindió homenaje a los descendientes de los esclavos negros- y llegar posteriormente a Mérida, para abrazar simbólicamente a los pueblos indígenas de América y cumplir un compromiso que había pospuesto un año antes, debido a una de las múltiples intervenciones quirúrgicas a las que fue sometido.
El intento infructuoso de Samuel Ruiz
El pontífice romano finalmente pudo ser recibido con los 21 cañonazos y los honores de jefe de Estado; de nueva cuenta el anfitrión fue el presidente Salinas. Durante esta breve estancia, el obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz García, intentó infructuosamente entregar al Papa una carta titulada "En esta hora de gracia", en la que -según se supo después- advertía del riesgo de un levantamiento armado indígena en su diócesis. En enero de 1994, la noticia del surgimiento del EZLN dio la vuelta al mundo.
Del 22 al 26 de enero de 1999, Juan Pablo II volvió por cuarta ocasión a México. El objetivo central de su presencia era la entrega del documento final del Sínodo de Obispos de América e iniciar los festejos de preparación para el Jubileo del año 2000. No pocos obispos de Norte, Centro y Sudamérica esperaban que en las intervenciones ante el Papa hubiera alguna representación eclesiástica de todo el continente, pero el arzobispo primado de México, cardenal Norberto Rivera Carrera, acaparó todos los mensajes. Tras su recibimiento como jefe de Estado por el presidente Ernesto Zedillo, el Papa, con una fortaleza física muy mermada, recibió las llaves de la ciudad de México del jefe de Gobierno del DF, Cuauhtémoc Cárdenas.
La visita estuvo marcada por su ya deteriorado estado de salud y una excesiva comercialización de la imagen papal, sobre todo por las televisoras, que explotaron hasta el cansancio el fervor religioso de un pueblo que vivía, a veces con dolor propio, la ya frágil figura de un Papa anciano y enfermo. A las desmedidas loas a Juan Pablo II se sumó también una promoción publicitaria y comercial donde las imágenes del Papa y de la Virgen de Guadalupe aparecieron en bolsas de papas fritas y latas de refresco, así como la venta de infinidad de productos y suvenires.
Finalmente, con un deteriorado estado de salud, que tuvo en suspenso casi hasta el final la realización del que fue su último viaje a México, el Papa arribó por quinta ocasión el 31 de julio de 2002, para canonizar a Juan Diego, y un día después, el primero de agosto, beatificar a dos indios cajonos de Oaxaca. Fue la primera ocasión en que fue recibido por un presidente no priísta, declaradamente católico. En la ceremonia de bienvenida, Vicente Fox besó el anillo papal, hecho sin precedente en la historia de México.
También en un hecho inédito, Juan Pablo II ofició públicamente una misa a la que asistieron el jefe del Ejecutivo mexicano y su esposa, quienes, por su estado civil -ambos casados en segundas nupcias-, no pudieron comulgar. El presidente Fox, además, acudió oficialmente a la misa de canonización sólo como de "feligrés", sin investidura de funcionario público, situación que prohíbe todavía la legislación mexicana.
Además, entre polémica sobre la historicidad de Juan Diego, y en una misa cuyos boletos de entrada fueron prácticamente arrebatados por políticos, legisladores y funcionarios públicos, el pontífice incluyó en el catálogo universal de los santos al primer indígena, 471 años después de haber sido el vidente de la Virgen de Guadalupe.