Usted está aquí: domingo 27 de marzo de 2005 Sociedad y Justicia MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

Tiempo muerto

Iba corriendo y no me daba cuenta. Sólo quería llegar a mi casa, a mi rutina, y reponer el tiempo perdido. Debo haberme visto rara porque Raquel se olvidó de sus palomas y fue a mi encuentro:

¿Adónde va tan de prisa?

No esperaba la pregunta y me desconcertó. Me sentí igual que cuando me despierto de golpe y me levanto rápido, sin saber qué día es, pensando que debe ser tarde. Tomé aire:

A mi periquera. Vengo del banco. Fui a pagar el predial de El Avispero -el licenciado Vélez últimamente me lo deja todo a mí- y la tenencia de don Sixto. Me pidió el favor porque se fue con Estelita a San Luis para ver la Procesión del Silencio.

Raquel hizo sus cálculos:

Como jueves y viernes no habrá servicios, ya me figuro el gentío que encontró en el banco.

Al oír a Raquel me sentí otra vez en la antesala bancaria, rodeada por personas que con sus fichas en la mano avanzaban arrastrando los pies -como si llevaran grilletes- sin apartar los ojos del tablero en el que en un momento dado aparecería su número:

¡Ay, Raquel, fue algo espantoso! Llegué a las nueve en punto, cuando en el indicador estaba apareciendo el turno 114. Tomé una ficha. Me tocó la 599. Se me bajó el corazón a los pies sólo de imaginarme el tiempo que tendría que esperar para que me atendieran. Estaba indecisa entre quedarme o volver el lunes. En eso me di cuenta de que en la primera ventanilla la cola era muy pequeña y corrí a formarme.

Una edecán se acercó a preguntarme qué trámites iba a hacer. Le contesté que dos muy sencillos: un predial y una tenencia. Me informó que en ese caso no debía permanecer allí, porque esa ventanilla era exclusiva para quienes fueran a hacer un solo trámite.

Miré el tablero. Cambiaba al turno 115. Le mostré mi ficha a la empleada:

Señorita, comprenda: si me quedo en esta fila me atenderán en cinco o diez minutos: si me espero a que salga mi número tardaré muchísimo más tiempo. A la edecán se le iluminó la cara como si hubiera acertado con el número de la lotería: "Pues sí, señora, por lo menos una horita". Notó mi contrariedad y se apresuró a consolarme: "Y diga que le irá bien. En otros días las personas han tenido que hacer hasta dos horas de cola". Giró la cabeza y reconoció a uno de los asiduos al banco: "Señor Domínguez: ¿verdad que ayer estuvo espantoso?" El hombre asintió y dijo que últimamente había pasado más tiempo esperando turno en el banco que con su hijito recién nacido. Le pregunté si no le importaba, después de todo los niños crecen rápido.

En la expresión de Raquel noté el mismo gesto de indiferencia que había visto en el desconocido y las demás personas que oyeron nuestra conversación. Se me ocurrió que tal vez yo estuviera equivocada:

Raquel, ¿le parece una locura ver que se pierda el tiempo?

Mi amiga levantó los hombros y suspiró resignada:

Así es la vida. Hay cosas que no dependen de uno.

La pasividad de Raquel me recordó al desconocido. Por ver si reaccionaba, le dije lo mismo que al hombre en el banco:

La vida es muy corta. No podemos desperdiciarla haciendo colas de horas en los bancos, en los andenes del Metro, en el paradero del microbús.

Raquel me confesó que para evitarse las tardanzas mejor ya no salía. Le dije que era privilegiada. Quiso saber por qué.

Usted decide si se arriesga a perder el tiempo o no. Hay millones de personas que no tienen opción. Por ejemplo, la edecán. Me contó que invierte dos horas en llegar a su trabajo y tres en volver a su casa. El dato me horrorizó y le pregunté si no se había puesto a pensar que todo ese tiempo era irrecuperable. No supo qué decirme: desvió la mirada y con el pretexto de atender a otro cliente se alejó, tal vez porque temía que sus jefes le llamaran la atención.

Raquel se mordió los labios, sorprendida de mi atrevimiento, y me preguntó cómo habían reaccionado las demás personas en el banco. Estuve a punto de reclamarle: "Igual que usted", pero se lo dije en otra forma:

Nada más se me quedaron viendo, como si estuviera loca: pero no me importó. Insistí en que el tiempo no vuelve. Si uno lo invierte en hacer algo, aunque sea insignificante -como yo, en lavar las escaleras de El Avispero, o usted, alimentando las palomas-, no duele que se vaya; pero si los minutos pasan sin que uno haga nada ¡es horrible, un verdadero crimen!

Al recordar lo que había sucedido cuando pronuncié la palabra crimen me reí. Raquel también lo hizo cuando se lo conté:

Todo el mundo se apartó. El policía de guardia se acercó a la edecán y le habló al oído. Ella le contestó en voz alta, para que yo la oyera: "No pasa nada, poli. La señora está molesta porque tiene que formarse en la fila de multiservicios".

Volví a reírme, pero en el banco, cuando la muchacha me soltó la palabrita, puse muy mala cara:

Por favor, déjese de cosas y lléveme con el gerente, a ver si él me entiende. Como haciéndome un gran favor, la edecán me guió. Mientras caminábamos entre sonrisitas de burla, miré hacia el tablero: iba en el 147. En cuanto llegamos al escritorio del fondo la empleada recobró el habla y la sonrisa: "La señora insiste en hablar contigo. ¿Te la dejo?" Miré el gafete sobre el escritorio y leí el nombre completo del gerente: Martín Dávalos Ch. En otras circunstancias le habría preguntado si su familia es de Apatzingán, donde tengo unos amigos con ese apellido, pero me limité a poner mi volantito sobre el escritorio: "Tengo la ficha 599. Están atendiendo a la 147. ¿Se imagina cuánto tiempo pasaré en el banco sin hacer nada, sólo esperando mi turno?

El gerente habló de la modernización de los sistemas bancarios, pero lo interrumpí:

Por muy modernos que sean, no funcionan. Sería justo que los cambiaran. Ya disponen de nuestro dinero, ¿quieren hacer lo mismo con nuestro tiempo?

Raquel no ocultó su admiración por mi capacidad de protestar. En cambio, ella prefería aguantarse en vez de exponerse a perder el tiempo inútilmente: Cuando he reclamado nadie me ha hecho caso. ¿Cómo se portó con usted el gerente?

Tuve que reconocer que en ningún momento había sido hosco o desatento. No se alteró ni siquiera cuando le grité:

¡Llevó aquí más de una hora sin hacer nada. Ese tiempo no lo recobraré ni aunque viva cien años, cosa que dudo muchísimo! El se rió y me dijo que tiene una abuelita de 105. Lo felicité y le pregunté si podía formarme ante la primera ventanilla. Me contestó que eso era imposible y me invitó -juro que así lo dijo- a aprovechar "mi estancia" en el banco. Abrió un cajón, revolvió papeles y al fin me entregó varios folletos: "¿Para qué me sirve esto?" Me sugirió que los leyera: "Son nuestros nuevos sistemas de crédito para compra de casas, terrenos y automóviles; o, si lo prefiere, para montar un negocio. Resultan mucho más accesibles que antes: ya no solicitamos aval".

Su amabilidad me estorbaba tanto como los folletos y le dije: "Comprendo que todo eso es muy tentador, pero entienda que yo sólo quiero ahorrar bien mi..." No se esperó a que terminara la frase. Abrió de nuevo el cajón y me dio otra serie de folletos: "Entonces esto es perfecto para usted. Tómese su tiempo. Véalos cuando llegue a casita". Me indicó la antesala y no tuve más remedio que encaminarme hacia allá. Salí del banco hace cinco minutos.

Raquel me felicitó por haber superado el engorro, nos despedimos y seguí mi camino. Iba otra vez de prisa. En mi bolsa llevaba algunos folletos con los más modernos sistemas de ahorro, y en el corazón el horrible sentimiento de haber perdido dos horas irrecuperables de mi vida.

 
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