Medio Oriente y la vida después de la muerte
La mesa de Rafiq Hariri en el café Etoile, en Beirut, está a la derecha de la puerta, pegada a la pared. Allí llegó el Señor Líbano a tomarse el último café el 14 de febrero pasado, sólo tres minutos antes de que su convoy fuera atacado con explosivos.
Esta semana me senté en el Etoile y miré la silla de Hariri; hoy es rutina que los meseros la muestren a los peregrinos que siguen su último recorrido, caminando desde el edificio del Parlamento, al otro lado de la plaza, hasta el Etoile y luego el doloroso trayecto hasta el sitio del atentado. Tal vez porque conocí a Hariri -y alguna vez le pregunté si creía en la vida después de la muerte- su asesinato me conmueve mucho.
Recuerdo las comidas y cenas a las que me invitó y a las que por cansancio o aburrimiento no asistí, las conversaciones que corté de tajo a causa de las horas de cierre de edición. En su muerte se me ha vuelto más real que en vida, lo cual es, supongo, la única forma en que podemos estar seguros de que los muertos siguen viviendo.
Supongo que a los británicos -o al menos los que somos periodistas- siempre nos ha fascinado la vida después de la tumba. Nuestro miedo a la muerte, nuestra vacilación para enfrentarla cuando estamos vivos, nuestra constante esperanza no expresada de que falte mucho tiempo para llegar a ella, parecen -acá en Medio Oriente- un fenómeno característico de los occidentales. Porque en una parte del mundo donde la religión es parte de la vida de una persona -en contraste con la burbuja cultural a la que nosotros la confinamos- el fin de la vida no parece tan terrible ni tan final.
Esto no quiere decir que la vida valga poco en Medio Oriente -aunque presiento que la muerte sí-, sino que éste es un continente de creyentes. En Europa cerramos nuestros templos o los usamos para dar conciertos, o sólo vamos a ellos en las bodas -y sí, en los funerales-, pero en Medio Oriente las mezquitas son cada vez más grandes y se llenan de más fieles. Hombres y mujeres encaran la muerte en esta región con la misma sangre fría de aquellos adivinos europeos a quienes condenábamos a morir en la hoguera.
Alguna vez pregunté a un joven combatiente del Hezbollah cómo sabía que había vida después de la muerte. "Puedo demostrárselo", me dijo. "¿Usted cree en la justicia? ¿Sí? Pues bueno, puesto que no hay justicia en esta vida, quiere decir que la hay en la próxima, así que ¡hay vida después de la muerte!"
Todavía meditaba en la lógica de semejante silogismo cuando visité el frente de batalla iraní de la guerra con Irak. Bajo fuego de proyectiles, me encontré en las trincheras durante la batalla de las alturas de Dusallok, sistema de fortificaciones que tenía una semejanza fantasmal con los campos de batalla donde mi padre combatió en Francia en 1918. La madriguera donde busqué refugio era un pequeño y grueso montón de cascajo. La luz del umbral, cubierto de costales de arena, se abría paso hasta el pequeño refugio y definía las facciones de los muchachos que se apretujaban en una perspectiva bidimensional, como en un bosquejo de William Orpen de la muerte inminente en el frente de guerra.
Sin embargo, allí se detenía el paralelismo. Porque el joven soldado que nos recibió en la puerta como un escolar emocionado tenía sólo 14 años, y no había en su voz un asomo de miedo, como tampoco de adultez. El mayor de todos tenía 21 años. Todavía guardo las notas, manchadas por el lado, de nuestras conversaciones, que hoy veo más cargadas de sentido de lo que me parecieron entonces.
Sí, dijo el muchacho de 14 años, dos de sus amigos de Kerman habían perecido en la batalla por Dezful: uno tenía su edad y el otro era un año mayor. Y confesó haber llorado cuando las autoridades retrasaron su partida al frente. "¿Lloraste?", le pregunté. ¿Un niño llora porque no es aún su hora de morir? Sus comentarios eran increíbles, genuinos y terribles al mismo tiempo. Pero a quien todos los soldados niños trataban con respeto era a un muchacho un poco mayor, que estaba sentado cerca de la puerta; su rostro barbado era -cómo detesto este lugar común- intenso. Se llamaba Hassan Qasqari y no sé si sobrevivió -sospecho que no-, pero quería hablarme de mi falta de fe.
"Es imposible que ustedes los occidentales entiendan", dijo. "El martirio nos acerca a Dios. No buscamos la muerte, pero la consideramos un viaje de una forma de vida a otra. El martirio tiene dos fases: nos acercamos a Dios y también quitamos los obstáculos que se levantan entre Dios y la gente. Los que crean obstáculos a Dios en este mundo son enemigos de Dios."
No puedo imaginar un discurso así en un frente de guerra occidental. Tal vez un capellán británico o estadunidense hablara de religión con tan extraña imaginería. Y entonces me di cuenta de que estos jóvenes soldados iraníes eran todos "sacerdotes", todos predicadores, todos creyentes. "Nuestro primer deber", afirmó Qasqri, "es matar las fuerzas enemigas para que el orden de Dios impere en todas partes. Ser mártir no es algo pasivo..."
Si yo no lo entendía, dijo, es porque el Renacimiento europeo acabó con la religión y dejó de prestar atención a la moral y a la ética para concentrarse en el materialismo. Intenté atajar el monólogo, transfundir esta creencia fija con argumentos sobre la humanidad y el amor. De nada sirvió.
"Europa y Occidente han confinado estos temas al amparo de la Iglesia", añadió. "Los occidentales son como peces en el agua: sólo entienden su entorno inmediato. No les importa la espiritualidad." Miré a esos jóvenes condenados. "No en las manos de los muchachos, sino en sus ojos", escribió Owen, "fulgurará el destello sagrado de los adioses."
Por supuesto, traté de esgrimir mis propios argumentos: que el Renacimiento no era la muerte de la fe, sino el triunfo de la humanidad; que seguía siendo una tragedia que el mundo islámico -con sus enemigos a la puerta- no experimentara un renacimiento de proporciones similares; que tal vez los musulmanes serían menos dogmáticos en seguir tan al pie de la letra cada una de las líneas del Corán si Da Vinci, Miguel Angel o Shakespeare -y sí, Maquiavelo- hubieran vivido en Bagdad o El Cairo. No sirvió de nada. La fe se impuso.
Y luego, esta semana, repasé mis notas de un programa de radio sobre el Islam que produje para la BBC en 1996, y sí, todo hombre y toda mujer musulmanes expresaron con total convicción que sus almas seguirían vivas: no en ríos de miel ni rodeadas de vírgenes, pero de seguro la vida continuaría. El único cristiano que entrevisté para el programa fue el profesor Kamal Salibi, otrora director del Centro de Estudios Interreligiosos del príncipe Hassan de Jordania. ¿Qué ocurre después de la muerte?, le pregunté. "Nada", contestó. "Somos polvo. Es el final."
Su respuesta me dio un poco de miedo y preferí con mucho a una egipcia musulmana, quien me dijo que no sólo había otra vida, sino que tenía algunas duras preguntas que hacer a Dios cuando llegara allá. No deseo cambiar de religión -si es que tengo alguna, porque me he dado cuenta de que en estos días siempre distingo entre el "mundo musulmán" y el "occidental", en vez del "mundo cristiano"-, pero a veces, después de las muertes que he presenciado, de todos los montones de cadáveres, todos los inocentes arrancados de este mundo, me he preguntado por qué no podemos creen en la otra vida.
Lástima, puede ser que el Renacimiento, que nos dio la libertad, también nos haya legado nuestro eterno terror a la muerte. Y sí, Hariri me dijo que creía en la otra vida. No estoy tan seguro, pero cuando salí del café Etoile eché una ojeada al otro lado de la mesa, por si acaso lo viera allí sentado.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya