La guerra de los Schiavo
Estos días han sido de gloria para George Walker Bush y su pandilla de iluminados. El caso de Terry Schiavo, la mujer que se despidió de este mundo hace 15 años pero cuya mala fortuna quiso que dejara tras de sí un organismo yacente y abandonado a los azares de su sistema simpático, ha permitido a los compasivos regalarse un baño de publicidad disfrazados de defensores de la vida. El bombardeo mediático muestra a hombres y a mujeres públicos en poses de indignación o quebrados en llanto, o en actitudes de reflexión profunda, movilizados en sus vacaciones para impedir a toda costa que los jueces hagan cumplir las leyes, que el sentido común ponga fin al horror del vegetal doliente y que el marido de Terry, Michael, pueda dar sepultura a lo que fue su esposa.
A lo largo de su carrera política, Bush ha tenido numerosas oportunidades para demostrar sus convicciones en favor de la vida y las ha desperdiciado todas: cuando fue gobernador de Texas negó sistemáticamente el perdón a decenas de condenados a muerte que fueron sometidos a inyecciones de sustancias venenosas en los mataderos penitenciarios del estado. Después, como presidente, y enfrentado al desafío de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, habría podido responder con una estrategia basada en la inteligencia (en sus dos sentidos), cooperación, respeto a la legalidad internacional, investigación policiaca y trabajo diplomático, para encontrar y castigar a los responsables y prevenir nuevos ataques; se inclinó, en cambio, por el recurso a la fuerza bruta (en sus dos sentidos) de los bombardeos y las expediciones militares que, como se sabe, causan desbarajustes de largo plazo y destruyen numerosas vidas inocentes. Tras su agresión contra Afganistán habría podido concentrarse en mejorar la vida de los estadunidenses pobres, pero decidió ordenar la demolición de un país que jamás le hizo daño alguno a Estados Unidos, y se hizo responsable, con ello, de la pérdida de decenas o centenas de miles de muertes inútiles, entre ellas más de mil 500 de jóvenes estadunidenses.
Con esos antecedentes, los súbitos aprestos de George Walker en defensa de la vida tienen tanto valor como el juramento hipocrático del doctor Mengele. Pero eso es lo de menos. Lo más grave es que la derecha de la clase política estadunidense, esa que defiende el valor de una libertad individual a ultranza -el derecho irrestricto a poseer armas, el imperio de la propiedad privada por encima de vidas y derechos humanos, el libertinaje para desplumar al prójimo, enriquecer a los ricos y empobrecer a los pobres- ha encontrado de pronto una circunstancia propicia para pregonar una nueva intromisión de Estado en asuntos correspondientes a la estricta privacidad de los ciudadanos.
La corteza cerebral, esa capa de tejido neuronal delicado que hace la diferencia entre un ser humano y un ser viviente menos complejo, entre un pedazo amorfo de mármol y el David de Miguel Angel, y en el cual residen la conciencia, los conocimientos, los recuerdos, los sueños, las esperanzas, la fe en Dios y el anhelo de libertad, desapareció hace mucho tiempo del organismo de Terry Schiavo, y la ciencia médica actual no le concede ninguna perspectiva de regeneración. Los padres de la mujer no se resignan a perder lo que les queda de su hija, y tal vez estén en su derecho de impugnar ante los tribunales la decisión del responsable legal de la custodia de Terry, su esposo Michael, de ordenar la desconexión del tubo que mantiene indefinidamente vivos los reflejos del cuerpo inanimado. En los procesos correspondientes los jueces han fallado una y otra vez en favor del segundo. En cambio, la insólita intromisión de los representantes y senadores integristas y del presidente para impedir ese desenlace postergado durante 15 años constituye una reivindicación obscena y necrofílica, populista y demagógica, de un valor al que usualmente no le conceden ninguna importancia: el derecho a la vida.