Usted está aquí: domingo 20 de marzo de 2005 Cultura La fábula del tiempo

La fábula del tiempo

Siglo pasado (Desenlace)

José Emilio Pacheco

Ampliar la imagen El tambi�narrador y ensayista en imagen de archivo

Con autorización de Ediciones Era y como una primicia para nuestros lectores, presentamos cinco poemas de José Emilio Pacheco incluidos en La fábula del tiempo, antología que comenzará a circular en estos días en México.

De:

(1999-2000)

Fue la edad fría de la guerra.
La edad tranquila del odio.

Pablo Neruda, Fin de mundo

¿Qué pensaría de mí si entrara en este momento
y me encontrase en donde estoy, como soy

aquel que fui a los veinte años?

La moda pasa de moda.
La desnudez sigue intacta

como al principio del mundo.

Sin previa declaración de guerra invadieron
el país mientras él pintaba sus flores.

Siguieron las batallas y las derrotas.
El continuó pintando sus flores.

Vino la resistencia contra el terror que desató el ocupante.
El se obstinó en no abandonar sus flores.

Al fin los que hicieron el mal fueron vencidos.
El prosiguió pintando sus flores.

Ahora reconocemos qué valiente fue ante todo ese horror
porque nunca dejó de pintar sus flores.

Todos esquivan al que intenta darles
las hojitas que anuncian el fin del mundo.

Pero él me cierra el paso y me dice:

"Entre el clochard y el teporocho,

el joven asaltante ansioso de crack con la navaja en la mano,

la mendiga de llagas supurantes,

los niños combatientes en dos mil guerras de ahora,

los leprosos, los viejos abandonados

en hipócritas campos de exterminio;

entre los homeless que huelen a orines y alcohol de muerte

o aquel Gulag atroz en que dejan la vista

las mujeres que cosen vestidos de lujo a diez centavos la hora,

mientras los jefes de la compañía

y los accionistas que exigen más y más lucro sin pausa

tienen ganancias anuales de mil millones de dólares;

entre los adolescentes inhalantes con el cerebro deshecho,

hijos de la violencia que sólo están aquí para perpetuarla,

las niñas prostitutas rebosantes de sida y droga a

los catorce años,

preñadas de hijos que nacerán enfermos y drogadictos;

entre todo esto y lo demás a la vista

se alza soberbio e insultante y lumínico

el Templo de los Templos,

el santuario electrónico a la deidad de la usura y el oro plástico.

¿No le parece justo que vuelva Cristo
y actúe como dicen los Evangelios?"

(Otro poema de Nueva Orleáns)

En las bancas del parque cerca del río
desde la edad tercera observamos atónitos

cómo se dejan caer sobre la ciudad entre el sexual aire húmedo

las parejas de jóvenes, la novísima y ávida

generación que nació para el día de gozo y copula

bajo su áspera música alada y despliega

su carnaval de amor rápido.

Qué armonía y plenitud tienen los cuerpos dorados,
vibrantes en un segundo de dicha orgásmica.

Vienen a lo que vienen

Ellos sí de verdad llegaron para comerse este mundo.

Luego obedecerán a la sombría esclavitud del trabajo,
al sistema de hierro que los obliga a esforzarse

y a consumir hasta la muerte.

Mientras tanto comerse el mundo
no es un lugar común en su caso:

quienes vuelan y danzan y se acoplan

son las termitas.

Y poco a poco devoran el viejo centro de Nueva
Orleáns sus mandíbulas.

Fauces feroces como taladro implacable.
Insectos inmunes

a los venenos conocidos.

Para iniciar el siglo veintiuno
las invencibles termitas

se perpetúan sin sosiego en su coito unánime.

Nos creímos los dueños de este planeta: ante ellas
no somos ni siquiera dioses caídos;

sólo un puñado de polvo

(el polvo que hacen con pico y pala sus fauces)

en las bancas del parque cerca del río.

 
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