MAR DE HISTORIAS
Pan de ayer
Cuando los muchachos se ponen a jugar futbol se vuelven locos, no entienden de razones y peor si El Gorila les da cuerda. Este sábado varias veces les grité que por favor no hicieran tanto ruido: Amalita está enferma. No les importó. Entonces bajé a decirles que si no se aplacaban les recogería el balón. Sólo conseguí que El Gorila se burlara de mí:
¡Uy, que miedo! Ya ni la Marigol es tan brava.
Temí que fuera a darme un pelotazo y preferí volver a mi periquera. Los chamacos, azuzados por El Gorila, escandalizaron con más ganas. De pronto dejé de oírlos. Me detuve y al acercarme al barandal vi a José atravesando el patio. Fui a su encuentro para felicitarlo:
Muchos días de estos, don Pepe. ¿Cómo la pasó?
No me contestó. Se notaba que el hombre tenía prisa por llegar a su departamento. Apenas cerró la puerta volvieron a oírse las carcajadas y los gritos de los jugadores. No logré entender lo que decía El Gorila, pero me pareció que se burlaba de José. ¡Qué falta de respeto y qué injusticia!
El hombre no se mete con nadie. Desde temprano se va a la sastrería donde trabaja, y cuando regresa se pone a hacer muñequitos y manteles individuales de fieltro que vende los domingos afuera de los mercados.
José es metódico. Todas las noches, a las nueve, sale a Los Volcanes. Siempre elige pan del día anterior. La primera vez que lo vi comprándolo le pregunté si no estaba muy duro y me contestó:
Sí, pero me gusta mucho porque es bueno para las mandíbulas y para las cuestiones digestivas.
Me enterneció la explicación y fingí aceptarla, aunque los dos sabíamos el verdadero motivo de su preferencia: el pan viejo cuesta la mitad que el recién horneado.
La situación económica de José ha empeorado. Desde que llegó la ropa de contrabando ya nadie le encarga composturas: resulta más barato comprarse una camisa china que mandarle voltear el cuello a una usada.
Si no es al taller, a la panadería y al mercado, José no va a ninguna otra parte. La excepción es el 19 de marzo: por ser día de su santo sale desde temprano, bien trajeadito, y vuelve contento al atardecer. Por eso me extrañó que este sábado regresara atufado, de prisa, como si quisiera esconderse de todo el mundo.
Antes de acostarme, cuando subí a comprobar que la jaula de Rambo y Killer estuviera cerrada, noté que en el 609 no había luz. Se me estrujó el corazón nada más de imaginarme a José en medio de la oscuridad, solo, comiéndose su pan de ayer. No era la mejor manera de terminar un onomástico y se me ocurrió invitarlo a tomarse una copita de sidra.
Me saqué la botella en la rifa que hicimos el 31 de diciembre. No la he destapado, porque yo sola ¡cuándo me la termino! Entre dos ya es más fácil, así que fui a tocarle a José. Encendió la luz y abrió la puerta. Tenía una expresión terrible y procuré animarlo:
Vengo a sonsacarlo y le advierto que no acepto negativas: ¿qué le parece si brindamos por su santo con la sidra que me gané en la rifa de fin de año?
Se me quedó mirando, intentó sonreír pero se le rodaron las lágrimas, como si sólo hubiera estado esperándome para deshogarse. Le puse la mano en el hombro y él retrocedió:
Déjeme, por favor. ¡Váyase!
Iba a cerrarme la puerta en la nariz, pero se lo impedí:
¿Me permite pasar?
No esperé su respuesta y entré. Sobre la mesa del comedorcito había una cacerola con restos de guisado metida en una bolsa de plástico. Imaginé que José era viudo. Luego rectifiqué mi pensamiento: tal vez sólo estuviera separado de su mu-jer y, por costumbre, la frecuentaba cada 19 de marzo. Quizá tuvieron una discusión y por ese motivo José había regresado temprano. Su voz interrumpió mis pensamientos:
¿No le doy asco? La pregunta me dejó muda. José avanzó hacia mí y sentí su aliento en la cara: ¿No se le antoja burlarse de mí? Podrá hacerlo de ahora en adelante. Cada vez que algún vecino quiera animarla a conversar le preguntará: "Doñita: ¿se acuerda del sábado en que El Gorila encontró a José en el Jardín de Loreto con una puta vieja? Los vio muy acaramelados". En ese momento usted recordará todo lo que seguramente ya vino a contarle El Gorila.
Estaba tan confundida que los oídos me zumbaron. Como en sueños comprendí las carcajadas de los muchachos y su silencio cuando reapareció José. Me apresuré a tranquilizarlo:
Nadie me ha dicho nada. Es más, no sé a qué viene todo esto. Yo sólo quería festejar su santo.
José me dio la espalda:
Yo también, como todos los años, iba a pasarlo al lado de Rosina. La conocí en el 75 -yo entonces no sabía su nombre- en la calle de Margil. Estaba tomándose un refresco. Le pregunté por la tienda de yerbas medicinales.
Miré la cacerola en la bolsa de plástico y sonreí. José no advirtió mi distracción y siguió hablando:
A mi esposa se las recetó un curandero de Acolman. Fuimos a consultarlo para ver si le quitaba a Margarita los dolores que tenía en el pecho. Allí empezó a desbaratarse. Después las punzadas le cundieron por todo el cuerpo y me la fueron arrebatando hasta que se la entregaron a la muerte. Todo sucedió rápido y la soledad me agarró desprevenido.
Cuando regresé del cementerio me puse a dar vueltas por toda la casa. No sabía dónde acomodarme ni qué hacer sin Margarita. Me extrañaba no verla en el cuarto, en el comedor. Entonces, para hacerme las ilusiones de que todo era como siempre, salí a comprar las yerbas medicinales. Segui haciéndolo durante meses.
Con mucha frecuencia me encontraba a Rosina en el mismo quicio, esperando clientes. Luego desapareció. El día en que volví a verla sentí ganas de insultarla, de reclamarle que ella también me hubiera abandonado. No le dije nada pero la seguí al hotel. Cuando terminamos me preguntó si aún compraba yerbas medicinales. "Sí", le dije. Quiso sa-ber para quién eran. "Para mi esposa". Se levantó y comenzó a vestirse: "Pues apúrese, ella lo está esperando". Por un momento imaginé que eso era posible, pero la realidad pudo más que mi sueño y le aclaré: "Está muerta."
No me preguntó nada más, sólo me abrazó. Al hacerlo vio la medallita de San José que traigo colgada al cuello. Sonrió satisfecha: "Ahora ya sé cómo te llamas". Pronunció mi nombre y sen-tí que renacía, que otra vez era yo. Al despedirnos, me dijo: "Me llamo Rosina, pero si quieres, otro día puedes de-cirme como a tu mujer". Nunca me he atrevido...
José me sonrió, entre tímido y avergonzado:
Desde entonces la visito cada año.
Repetí lo que él me había dicho antes:
Desde el 75. ¡Toda una vida!
Con la cabeza inclinada, José habló como si estuviera solo:
Pude haber ido con mujeres jóvenes, pero no lo hice. No sé si fue por miedo o por lealtad a Rosina: envejeció conmigo, cosa que no hizo Margarita. Rectificó de prisa: No lo digo como un reproche -¡estaría loco si lo hiciera!-, sino como algo que sucedió y ya.
Lo presioné y fui indiscreta:
¿Por qué no se pone a vivir con Rosina?
José levantó los hombros y suspiró:
Iba a pedírselo hoy, pero no tuve tiempo: Rosina me dijo que está enferma y se irá a un asilo. No quiere que volvamos a vernos.
Comprendí la inutilidad de mi pregunta, pero tuve que hacerla:
¿Por qué no se lo pidió antes?
Derrotado, José apenas tuvo fuerzas para responderme:
Por temor al qué dirán, a las burlas. Y ya ve ahora...
Nos quedamos en silencio, escuchando las carcajadas de los muchachos y las obscenidades que gritaba El Gorila.