Prodigio oculto
El exterior muestra unas feas fachadas horizontales recubiertas de tezontle y en la parte baja inumerables locales comerciales, que no permiten imaginar que en el interior se encuentra un prodigio: el Hospital de Jesús, que fundó Hernán Cortés recién levantada la ciudad española, sobre las ruinas de la prodigiosa México Tenochtitlán.
Nació con el nombre de Hospital de la Purísima Concepción de Nuestra Señora; a la muerte del conquistador se le conoció como del Marqués, aludiendo al título que le otorgó el rey, hasta que un incidente fortuito, que consistió en sacarse en una rifa entre los hospitales, un Jesús crucificado, imagen que se dio a conocer como milagrosa, lo que llevó a que se le llamase Hospital de Jesús, nombre que ha conservado hasta la fecha.
En su testamento expresa Cortés: que se ha de hacer un hospital en reconocimiento de las gracias y mercedes que Dios le ha hecho en el descubrimiento y conquista de la Nueva España "... e para descargo e satisfacción de cualquier culpa o cargo... que pudiera agraviar su conciencia".
El resultado fue un magnífico nosocomio con su iglesia adjunta y con los sistemas más avanzados de la medicina de la época. Ahí se efectuaron las primeras autopsias para la enseñanza de la Real y Pontificia Universidad y fue el sitio en que se redimió Fray Bernardino Alvarez, al cuidar con devoción a los enfermos más pobres.
La institución fue tan bien planeada por el conquistador, que hasta la fecha existe. Por muchos años se sostuvo de las rentas que para el efecto dejó destinadas Cortés y de la obligación que estableció a sus herederos de velar por su mantenimiento; así, durante 400 años, ellos estuvieron vinculados a la administración, hasta 1932, en que pasó a manos de médicos eminentes.
Resulta notable que sobreviva y continúe con la misma función, pero más milagroso aún es que conserve sus hermosos patios, escaleras, unas pinturas grutescas y un artesonado morisco, ambos del siglo XVI, caso extraordinario, ya que casi no quedó nada de esa centuria en la ciudad de México. En otras ocasiones hemos escrito acerca de este hospital, pero en esta ocasión vamos a hablar con más detalle de sus joyas artísticas más relevantes. Comenzaremos por el artesonado, que se encuentra en lo que ahora es la oficina del director; es el adorno de madera que cubre el techo, tallado en forma de cajones que se van angostando hacia el fondo en forma piramidal, que puede estar tallado con adornos diversos: flores, estrellas y formas geométricas, algunos constituyen auténticas obras de arte, como el que hoy nos ocupa, que está integrado por 153 octaedros tallados en madera fina, que tiene al fondo rosetas cubiertas de polvo de oro. Entre cada fila de octaedros hay una cadena labrada de madera, con forma de puntas de diamante, unidas por una cruz de malta, también con su capa de oro, sobre fondo azul. Fue obra del ebanista español Nicolás Illescas, quién lo talló entre 1578 y 1582.
Aunado a su belleza intrínseca, tiene el valor añadido de ser el único que se conserva en la ciudad de México, cuyas iglesias en el siglo XVI tenían ese tipo de techos, con el objeto de tapar la estructura que sostenía la techumbre de dos aguas, que cubría en esa época las naves de los templos. Al llegar a México la técnica de las grandes bóvedas, los artesonados fueron destruidos para poner los templos a la nueva moda arquitectónica.
Otra obra extraordinaria son los grutescos, que son pinturas de bichos, sabandijas y follajes mezcladas con animales y figuras humanas; es llamado así por ser imitación de los que se encontraron en las grutas que se formaron por las excavaciones de las ruinas romanas. Se puso de moda en Europa durante el siglo XVI y en México fue muy popular. En la capital sólo sobreviven las del Hospital de Jesús y las del Convento de Culhuacán, que se encuentra en Iztapalapa.
Aunque hay mucho más que comentar, por falta de espacio sólo mencionaremos el mural de José Clemente Orozco, sobre el Apocalipsis, que decora parte de la bóveda del templo adjunto. Aquí se encuentran los restos de Hernán Cortés, quien pidió en su testamento que fuesen depositados en este sitio.
Esta visita merece coronarse con una comida igualmente deleitosa. Es ocasión para degustar las viandas tradicionales de estas fechas, para lo cual no hay lugar mejor que el Café de Tacuba, en su colorida sede de la calle de Tacuba número 28. Seguro van a tener el caldo de habas y los romeritos, además de su mole de siempre que preparan ahí mismo, al igual que tortillas del comal y la salsa roja de metate, que siempre está en la mesa. Para la merienda, los tamales, buñuelos y el chamuco, que es un rico pan de yema, acompañados del chocolate de la casa.