Cita con la historia en Beirut
Ampliar la imagen La polic�protege a la embajada de Estados Unidos de manifestantes libaneses, ayer en Beirut FOTO AP
Beirut. Abajo del supermercado de mi barrio, en la calle Sadat, donde estaba comprando mi croissant de queso de cada día, se estacionó un auto del que descendió un hombre con miles de fotos del presidente de Siria, Bashar Assad. Entró en la oficina del mukhabarat sirio, deteriorado edificio que luce aún como joyas los orificios de las balas de la guerra civil de 1975-1990.
Dentro pude ver varios hombres fuertemente armados, cada uno factótum del general brigadier Rustum Gazale, jefe de la inteligencia militar siria en Líbano. Tres sombríos policías libaneses, parados a la vuelta de la esquina, observaban. Las fotografías eran para el mitin que Hezbollah organizó el pasado lunes en el centro de Beirut, en demanda de cumplimiento al acuerdo de Taif, el cual puso fin a la guerra y disponía -deus ex machina- la progresiva retirada de las tropas sirias de Líbano.
Recuerdo Taif, en Arabia Saudita. Fue allá donde conocí a un corpulento hombre de negocios saudita-libanés, de impresionante mostacho, llamado Rafiq Hariri, quien fumaba puro. Vestía una larga túnica dishdash y no apartaba la vista de una película de vaqueros en blanco y negro en un televisor colocado en un rincón de la sala. Dijo que quería reconstruir Líbano. Vaya esperanza, dije para mí. Y luego llegó a primer ministro de Líbano, reconstruyó Beirut y se burló de mi falta de confianza en su habilidad.
Hace unas tres semanas yacía muerto en la calle, con los miembros en llamas, a escasos 500 metros de mi casa, donde escribo ahora. El coche bomba estalló directamente frente a la camioneta en que se transportaba.
Gazale lo llamó alguna vez por teléfono para insultarlo y Hariri colgó. Gazale no volvió a ser grosero -aunque lo fue con otros ministros libaneses- y Hariri se mantuvo en una postura neutral, sin invitar a los sirios a permanecer en el país ni tampoco exigir su retirada. Así fue hasta que el año pasado renunció, se unió a la oposición y -según se nos induce a creer- se ganó el odio eterno de Bashar Assad.
Cuando Assad habló ante el Parlamento sirio, la noche del sábado pasado, mi teléfono móvil estuvo vibrando como grillo durante horas. "Jamás me había sentido tan ofendida", gritaba una joven amiga. "Hablaba como si estuviera haciéndonos un favor. Y luego, ¿de qué arenas movedizas hablaba?" Una de ellas era, obviamente, el otrora aliado de Siria Walid Jumblatt, líder druso y supernihilista. Después de una vida un tanto disipada Jumblatt -cuyo cinismo merecería un doctorado- ha aprovechado la ocasión. Ha abrazado a sus enemigos cristianos de la guerra civil y acusado a los sirios de asesinar a su padre, Kemal, en 1977.
Cuando llegué a ver a Jumblatt en su casa solariega, en Mukhtara, encontré a un hombre que aguardaba la muerte. Enormes perros alsacianos protegían los jardines. Había guardias armados en la puerta. Jumblatt, sentado con las manos en las rodillas, mirando al suelo -llevaba jeans y una chamarra café-, me dijo con semblante de tristeza: "Sí, estoy en la mira. No mucho antes de morir Hariri me dijo: '¿quién de los dos será el siguiente?' Estaba en mi casa de Beirut cuando el bombazo. Pensé: 'Es Hariri'. Llamé a su gente; me dijeron que no podían comunicarse con él. Entonces lo supe. Tenía yo puesta una corbata roja y pensé: 'debería llevar algo más sobrio, pero si me pongo una corbata negra querrá decir que es seguro que murió'. A los 15 minutos subí a ponerme la corbata negra y supe que había muerto".
Nora, la gloriosa esposa de Jumblatt, contó que estaba en una oficina del centro de la ciudad y que los vidrios que la rodeaban volaron en pedazos por la explosión. "Pensé, ¡Dios mío, es Walid!" Miré a ambos y me di cuenta de que los dos viven con la muerte. Jumblatt se encaminó al hospital de la American University, que fue adonde llevaron a Hariri. "Todos creíamos que estaba en la sala de operaciones, pero el jefe de seguridad me llevó aparte y me dijo que estaba en la morgue. Vi al hijo de Hariri, me metí en el auto con él y le dije: 'Me temo que las noticias son malas'. Tuve que decirle".
Hablé con Jumblatt de su padre -lo mataron a tiros en un camino, cerca de Mukhtara- y le llevé un libro de fotografías de Kamal que el propio Walid me había dado en diciembre de 2000, mucho antes de que acusara a los sirios de matar a su padre. "Puede que sea yo un nihilista", escribió al dedicarme el libro en la portadilla. "Igual que mi padre, en cierta forma, que hace 25 años rechazó la unión política con Siria".
Recorrí Beirut por Sofar -noté, como siempre, entre los riscos la elegante estación del tren, que data de la época del mandato francés- y frente a mí un destartalado vehículo avanzaba trabajosamente rumbo a Aley, con un soldado adormilado en la parte de atrás. Llevaba sobre la placa un código militar triangular y las palabras "Jesh Suriya" -ejército sirio- mal pintadas en la carrocería. Ese es el monstruoso ejército sirio de ocupación que el presidente George W, Bush quiere sacar del país, el que ha tenido postrado al pueblo libanés bajo las botas de su Gestapo durante 29 años, olvidando siempre -y esa es una parte esencial de su narrativa- que los maronitas cristianos invitaron a los sirios a venir para protegerlos de los palestinos de Yasser Arafat.
Aún recuerdo el día en que entraron en Beirut. Crucé la vieja línea fronteriza junto con los primeros comandos sirios, cerca de la Plaza de los Mártires, escurriéndome entre ellos sobre una alfombra de proyectiles y granadas sin explotar, hasta llegar a la derruida fachada del palacio municipal de Beirut, del cual asomaba un montón de palestinos armados, flacos y sucios. Arrojaron sus armas al suelo, corrieron a abrazarse al cuello de los sirios y lloraron como niños. Los sirios habían descendido a Beirut por miles, con las bayonetas caladas; delante de los tanques venía un joven soldado tocando la flauta: el Flautista de Damasco. Eran 40 mil. Más de 60 por ciento se ha retirado de 2000 a la fecha. Ya sólo quedan 14 mil, que en su mayor parte viven en las bombardeadas ruinas de la guerra, húmedas e infestadas de alimañas.
Líbano, para mí, es un lugar donde el tiempo se ha detenido. Todavía tengo 29 años de edad, que fue cuando llegué aquí, y todavía trabajo en las mismas calles, vivo en la misma casa del malecón. Desde mi balcón he observado al ejército libanés, al sirio y a las fuerzas de la ONU, así como a las tropas invasoras israelíes, a los marines estadunidenses y los paracaidistas franceses, e inclusive, durante un breve lapso, a soldados británicos: todos miraron al Mediterráneo desde esta misma avenida.
Los israelíes se fueron con ignominia; los estadunidenses, franceses y británicos, con humillación. Estaba sentado en mi balcón en 1992, cuando un automóvil chocó contra un camión de basura y lo arrastró por la avenida con un horrible chirrido de metales. Horas después mi madre me llamó para decirme que mi anciano padre, soldado en la Primera Guerra Mundial -la guerra que creó a Líbano de un trozo de Siria- había muerto. Mi casero, Mustafá y su nieto me estrecharon las manos en la forma que tienen los árabes de expresar condolencias, mucho más dignificada que los atildados abrazos que damos a los dolientes en Gran Bretaña.
El lunes pasado, sentado en la tiendita de Mustafá, le oí decir que las cosas estaban "muy mal". Estaba empapado después de revisar la línea eléctrica de emergencia. Me dijo que me anduviera con cuidado en los días siguientes. Desde la ocasión en que me hirieron de gravedad en la frontera afgana, su hermana enciende veladoras para pedir por mi seguridad cuando estoy lejos de Líbano. Pero en cierto sentido nunca estoy lejos.
Esa noche de diciembre de 2001, después de la golpiza recibida a manos de refugiados afganos enfurecidos por la muerte de sus seres queridos en una incursión aérea estadunidense, yacía yo en cama con fuertes dolores -la cara se me pegaba a la almohada de tanta sangre- cuando sonó el teléfono. Una voz familiar se oyó por la línea: "Robert, soy Rafiq Hariri. ¿Qué pasó? ¡Cuéntame desde el principio!" Y, después de charlar unos minutos, se ofreció a enviar su jet privado a recogerme en Quetta -su amigo, Pervez Musharraf, me daría de inmediato permiso de aterrizar- para llevarme al hospital en Beirut. Pero, por supuesto, no recibo regalos de primeros ministros y decliné su oferta. Y hace unos días estaba ante la tumba de Hariri, observando a Musharraf llorar a su amigo.
"Hay fuego bajo los rescoldos, todos debemos tener cuidado", me dijo un viejo amigo que antes trabajaba en las Aerolíneas de Medio Oriente. Mirábamos por televisión al líder de Hezbollah, Sayed Massan Nasrallah. "Sólo la bandera libanesa ondeará", decía; no habría banderas de Hezbollah en el mitin. Todos serían bienvenidos. Expresarían respaldo al acuerdo de Taif, el cual establece la retirada de los sirios pero, a diferencia de la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU, no insiste en el desarme de Hezbollah. "Somos un movimiento de resistencia", precisó Nasrallah, "no milicia". Así pues, ahora Hezbollah lucha por su vida. Recordé la descripción que me hizo Nasrallah de un atacante suicida: es como un hombre en un sauna muy caliente, pero que sabe que en el cuarto de al lado le aguardan aire acondicionado, música clásica y un coctel. Así pues, abre la puerta.
Todos rogamos a Dios que nadie abra puertas en Beirut en los próximos días. Hezbollah no se volverá contra los libaneses, pero los hombres que mataron a Hariri aún se encuentran aquí en Beirut, estoy seguro. Tal vez sean los mismos que intentaron matar con un auto bomba al amigo druso de Jumblatt, Marwan Humade, en noviembre pasado. "Los sirios no harán nada por el momento, habibi (mi amigo)", me dijo el antiguo ejecutivo de aviación. "Tenemos un dicho cuando estamos enojados: 'tenemos los ojos rojos'. Y por el momento todos miramos con ojos enrojecidos a Siria. Tal vez más adelante ocurra algo."
Y luego iba yo otra vez en el auto cuando una mujer que trabaja en Solidere, la empresa de Hariri que reconstruye el centro de la ciudad, me llamó al celular. "Sashar Assad y Lahoud (el presidente libanés) acaban de reunirse en Damasco y los sirios no se irán esta semana. Tal vez en abril. Y tal vez sólo hasta nuestro lado de la frontera."
Caminé hacia la oficina de la agencia Ap en el centro de Beirut. Habían visto dos camionetas sirias cruzar el risco Mdeirej, arriba de la ciudad; transportaban muebles. ¿Muebles? ¿También se llevaban las mesas? Y en la pantalla de televisión apareció Bashar, flanqueado por su ministro del Exterior, Farouk Sharar, y allí estaban también Lahoud, tostado por el sol, y junto a él, arrellanado en una silla, su anciano y anodino primer ministro, Omar Karami.
Habían pasado apenas unos días desde que el ex presidente Hrawi, viejo amigo de Hariri, estalló en llanto cuando le preguntaron lo que sentía; allí, ante la televisión en vivo, lloró tres minutos, y luego, atropellando las palabras, manifestó: "Si Hariri hubiera muerto cuando yo era presidente, habría renunciado". La implicación no escapó a los libaneses: Lahoud no ha renunciado.
De vuelta en el centro, tomando café con amigos junto a las más antiguas mezquitas de Beirut, contemplé al otro lado de la calle el palacio municipal, reconstruido por Hariri, y el mismo umbral por el que los palestinos armados salieron frente a mí, 29 años atrás. Hace la mitad de mi vida caminé sobre los proyectiles en esta misma calle con los comandos sirios. Y ahora se llevaban sus muebles a casa.
En la tumba de Hariri había 30 palomas picoteando la cera de un millar de velas. Los libaneses habían escrito mensajes de amor en los muros. Hariri era un hueso duro de roer, un implacable hombre de negocios que tenía enemigos políticos, y también partidario de la pena de muerte. Pero era un hombre amable que no tenía milicianos ni las manos manchadas de sangre; sospecho que pecó de exceso de confianza. Al mirar las flores frescas en su tumba, evoqué otra conversación, hace mucho tiempo, en que la pregunta impensable afloró. ¿Qué ocurriría a Líbano si él moría?
Hariri levantó las manos frente a mí, una a cada lado de su rostro. "¡Pues manténganme vivo entonces!", rugió. Eso fue, por supuesto, lo que no hicimos.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya