Usted está aquí: jueves 10 de marzo de 2005 Opinión Colombia: entrega de la soberanía

Editorial

Colombia: entrega de la soberanía

La extradición de la presunta guerrillera Omaira Rojas, concedida por el gobierno de Colombia al de Estados Unidos, denota el grado al que ha llegado la liquidación de la soberanía de esa república suramericana, involucrada en un conflicto cada vez más confuso en el que participan organizaciones políticas armadas, bandas de narcotraficantes, escuadrones de paramilitares y el mismo gobierno, empeñado en una estrategia contrainsurgente que incluye la violación masiva de derechos humanos. Las fronteras entre los protagonistas se difuminan, las confrontaciones armadas se sobreponen, y una de las consecuencias más trágicas de esta confusión es la pérdida de independencia del Estado y su confesa incapacidad para ejercer acciones de soberanía elemental como sería, en este caso, la procuración e impartición de justicia en el asunto de la extraditada.

No es el primer caso de un cuadro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) extraditado a Estados Unidos. A finales del año pasado, Ricardo Palmera, alias Simón Trinidad, fue entregado a la justicia estadunidense para que respondiera a cargos por narcotráfico y secuestro. En cuanto a Omaira Rojas, alias Sonia, fue capturada ­en el caserío de Peñas Coloradas, en el Medio Caguán, donde se estableció la "zona de despeje" en el contexto de las fallidas conversaciones de paz entre las FARC y el gobierno del ex presidente Andrés Pastrana­ en febrero del año pasado, en un espectacular operativo nocturno en el que participaron centenares de efectivos militares apoyados por una decena de helicópteros. Semejante despliegue se justificaba por las acusaciones que las autoridades civiles y militares mantenían contra Rojas: responsable de ataques contra bases militares, cerebro de varios secuestros, organizadora de envíos de 600 toneladas anuales de cocaína a Estados Unidos y Europa y administradora de "la mitad" de los ingresos de las FARC, calculados por fuentes oficiales en "60 mil millones de dólares".

Sin embargo, después de más de un año de mantener a la supuesta narcoguerrillera en la prisión de máxima seguridad de Valledupar, el gobierno de Alvaro Uribe acabó entregándola a Estados Unidos, en donde una corte del Distrito de Columbia la requiere "por exportación a Estados Unidos de cinco kilos de cocaína". Al margen de la veracidad o falsedad de las acusaciones contra Rojas, resulta difícilmente concebible que las instituciones colombianas hayan sido incapaces de esclarecer y castigar, en su caso, cargos tan graves como los que fueron mencionados por fuentes oficiales del país suramericano y que, en cambio, Santafé de Bogotá delegue la tarea en los tribunales estadunidenses, los cuales, a decir del vicepresidente Francisco Santos, podrán demostrar, en el proceso contra Sonia, "que hoy las FARC son un gran cártel de la droga", una demostración que, según el más elemental sentido común, tendría que ser realizada por el gobierno de Colombia.

No viene al caso, en esta reflexión, entrar al debate sobre si la añeja organización rebelde colombiana mantiene vínculos o no con el trasiego de estupefacientes. En todo caso, el concepto de narcoterrorismo, acuñado en la década pasada por Washington con propósitos claramente intervencionistas y con Colombia en la mira, constituye una hipocresía y una simulación, en la medida en que las organizaciones dedicadas a la producción, traslado y distribución de cocaína tienen una presencia financiera y un poder de infiltración y cooptación capaces de permear todo el espectro ­político, económico, social, religioso, deportivo­ de ese y de otros países, incluidos también México y Estados Unidos. De hecho, en el pasado reciente se habló en Colombia de narcoparlamentarios, de narcomilitares y de narcoempresarios. En nuestro país las narcolimosnas otorgadas por los capos de la droga a diversas parroquias constituyeron un escándalo rápida y providencialmente olvidado. Y si hubiera que bautizar de algún modo el lavado de las utilidades de los cárteles, que se realiza principal y mayoritariamente en el sistema financiero estadunidense, habría que acuñar el término narcoWall Street. Pero las autoridades de Washington, servilmente auxiliadas por las de Colombia, no tienen ojos más que para la narcoguerrilla porque ésta constituye la coartada perfecta para mantener una presencia militar ofensiva e injerencista en tierras colombianas.

Las extradiciones de Palmera y Rojas son, en todo caso, precedentes peligrosos y vergonzosos que no deben repetirse en ningún país de América Latina. Hace una década el inefable Carlos Menem propuso que todas las naciones de la región desecharan sus respectivas monedas nacionales y que adoptaran el dólar como divisa corriente, e impuso la propuesta en su propio país, con el peso argentino a la par con aquél. Hoy, la acción del gobierno de Alvaro Uribe pareciera llevar implícito el mensaje, para el resto de los latinoamericanos: tiren a la basura sus instituciones de procuración e impartición de justicia y envíen a los presuntos delincuentes a Estados Unidos para que sean juzgados. En el caso referido, la soberanía se suma a las víctimas de la guerra múltiple que se desarrolla en Colombia.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.