Usted está aquí: jueves 10 de marzo de 2005 Opinión Ante las diferencias

Octavio Rodríguez Araujo

Ante las diferencias

Hubo un día en el que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) cambió. Y cambió porque es y ha sido el partido del régimen (y no del Estado como dijeron algunos y que ahora, obviamente, ya no lo dicen). El PRI cambió cuando el régimen, al que se debía desde su origen, cambió. Cuando el régimen político dejó de ser impulsor de la participación del Estado en la economía para lograr una cierta distribución de la riqueza con criterios de justicia social, para convertirse en otro, tecnocrático y neoliberal, el PRI tuvo que cambiar, adecuarse al nuevo régimen que comenzara a construir López Portillo al aceptar los dictados del Fondo Monetario Internacional. Salinas tuvo la virtud -hay que reconocérselo- de asegurar las bases estructurales de un nuevo régimen, sin importar si el partido gobernante fuera su propio partido o Acción Nacional (PAN).

Todavía en tiempos de Salinas había la posibilidad de que los viejos priístas, formados en lo que se llamó nacionalismo revolucionario, retomaran su ideario y ganaran la hegemonía en su partido. Pero esto no ocurrió, como lo demuestra el triunfo de Roberto Madrazo en la reciente 19 asamblea llevada a cabo en Puebla. La genialidad de Salinas (otro reconocimiento, muy a mi pesar) fue juntar a PRI y a PAN en un objetivo común: subordinar el desarrollo de la nación a los intereses de los llamados mercados, es decir, a los de las grandes empresas industriales, bancarias y comerciales, sin importar su nacionalidad. Lo que inició Salinas con las concertacesiones fue continuado por Zedillo al jugar dos triunfos posibles, el del PRI y el del PAN, siempre y cuando se garantizara el modelo neoliberal. La fórmula que ideó Zedillo fue muy simple: si triunfaba el PRI, ganaba, si perdía en favor del PAN, también ganaba. El Partido de la Revolución Democrática (PRD), la alternativa entonces, además de haber sido hostigado desde el poder como pocos partidos, internamente se cuarteaba por obra y gracia de sus dirigentes, incapaces de trascenderse a sí mismos a cambio de fortalecer su partido.

El PRI ya no tiene remedio, por más que algunos de sus miembros conspicuos insistan en defender los intereses de la nación. PRI y PAN significan lo mismo, aunque la expresión, por su uso, esté muy gastada. La única diferencia entre ambos partidos es que uno es laico y el otro religioso (antes, hay que recordarlo, la diferencia era que uno era estatista y el otro liberal), pues ambos partidos son ahora liberales, neoliberales para mejor decir. Los dos partidos son funcionales al régimen que se ha venido construyendo, razón por la cual combaten al único partido que podría ser competitivo y que defiende un proyecto relativamente antineoliberal. El problema es que el PRD, si no tiene un candidato verdaderamente atractivo para las mayorías, no podrá competir realmente, pues le faltarían, de acuerdo con su tendencia de voto, algo así como 8 millones de sufragios para acercarse a los obtenidos por PRI y PAN, por separado, en las pasadas elecciones federales. De aquí la importancia de inhabilitar al popular López Obrador como posible candidato, pues de serlo ayudaría mucho al PRD a superar sus carencias.

López Obrador representa un freno al modelo neoliberal, pese a la ambigüedad de algunos de sus planteamientos. Cárdenas también, pero no parece gozar, en este momento, de tantas simpatías como el primero. Lamentablemente, el PRD ha apostado más a la personalidad de quienes ha elegido como candidatos que a la fuerza de su partido como organización unida, disciplinada y activa en toda la República.

Algunos perredistas han dicho que si López Obrador es inhabilitado su partido no deberá contender en las elecciones. Otros han dicho que sí deberá participar. El argumento de los primeros es que si el PRD no participa, las elecciones perderán legitimidad y el que gane también. Esto no parece ser muy inteligente, pues por no haberle entrado al toro en 1988 un presidente ilegítimo se quedó y sigue moviendo piezas y títeres desde la sombra, y no pasó ni ha pasado nada. La legitimidad en nuestro país es una expresión que a muy pocos importa. Lo estamos viendo con todo el desaseo jurídico contra López Obrador, en el que están involucrados priístas y panistas haciendo uso faccioso de las instituciones.

Si antes el PRI era el partido del régimen, ahora lo acompaña el PAN. El nuevo régimen político tiene dos partidos grandes y otros pequeños. El PRD es disfuncional a este régimen, pues no coincide en todo con él. De aquí su importancia y la de sus posibles aliados. La idea del Partido del Trabajo de formar un gran bloque de centroizquierda, sobre todo ahora que el PRI no puede presumir de esta ubicación, no es mala. Debería ser discutida, y más si los neoliberales se salen con la suya y logran inhabilitar a López Obrador como precandidato de esa centroizquierda. Habré de insistir, pese a la opinión de publicistas que quisieran ser politólogos, que en elecciones lo menos malo es mejor que lo malo. Las elecciones son, por definición, formas graduales para lograr cambios desde el poder, a veces positivos, a veces negativos. No se les debe pedir más. Lenin sigue vigente: las elecciones sirven para cambiar de amos cada seis años, pero hay de amos a amos, no todos son iguales.

 
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