Usted está aquí: martes 1 de marzo de 2005 Opinión Eutanasia en Hollywood

Pedro Miguel

Eutanasia en Hollywood

Entre los aguayones y los lomos al aire de las mujeres más hermosas del mundo, las películas Mar adentro y Golpes del destino (A million dollar baby) -actualmente en cartelera- saltaron, la noche del domingo, a una inmortalidad de cinco meses -el tiempo que tardarán en transitar de las pantallas grandes a los estantes de los establecimientos de renta de video; pronto acabarán en los fondos especializados de los cinéfilos del año 2030, y a partir de ese año ya podremos ver a un nieto desesperado de Clint Eastwood o de Alejandro Amenábar, los directores, subastando en Internet las estatuillas que anteanoche dejaron sin respiración a millones de telespectadores.

Ambas cintas son espléndidas, cada cual a su manera, pero la industria cinematográfica impone una caducidad vertiginosa a sus propias criaturas a fin de dejar libre el nicho de mercado a la producción siguiente, so pena de aburrir al respetable y echar a perder las vacaciones de los inversionistas. La exhibición se intensifica -ahora hay más salas que nunca por kilómetro cuadrado- y sus tiempos se acortan, y no es fácil que una buena película, o dos, en este caso, dejen su huella en la cultura. Es una lástima que nadie, en la gala de antenoche, y casi nadie, en las reseñas del acto, haya hecho mención de que tanto en Mar adentro como en Golpes del destino la historia culmina con un episodio de piedad en las que alguien realiza una obra compasiva y ayuda a bien morir a un semejante.

Ojalá que ambas películas logren sacar el tema de la eutanasia fuera del fundamentalismo religioso y la ilegalidad en que se encuentra y sea llevado al ámbito de un sentido común humanista que indica que nadie debiera ser obligado a mantenerse vivo ni a sufrir más de la cuenta. El derecho a la vida lleva implícito el derecho a la muerte.

En 1999 el sistema judicial de Estados Unidos metió en la cárcel al médico Jack Kevorkian, quien, además de tener una trayectoria extraña y oscura, practicaba a quien se lo pidiera lo mismo que ese sistema judicial practica en cientos de infelices que no desean morir: inyectarles un veneno rápido. Kevorkian podrá solicitar la libertad condicional a partir de 2007. Si sigue vivo para entonces, habrá cumplido 79 años. Por ahora, el prisionero número 284797 de la cárcel de Lapper, Michigan, resuelve crucigramas en una celda de dos metros por tres, compartida con un violador condenado a 30 años, y concede de vez en cuando entrevistas a los pocos medios que todavía se acuerdan de su existencia. En la más reciente de ellas, publicada en abril del año pasado por The Daily Oakland Press, formuló un juicio amargo sobre su país y sus compatriotas: "Los estadunidenses -dijo- son como ovejas; están cómodos, tienen trabajo y riqueza. Son como los romanos: están felices con el pan y el circo. El Supertazón les significa más que cualquier derecho". La ceremonia de los premios Oscar, a lo que pudo verse, también.

Los detractores del llamado Doctor Muerte dicen que es necrófilo y perverso, y se da por hecho que sus virulentos ataques verbales contra jueces y funcionarios contribuyeron en forma decisiva a hundirlo. De hecho, se dice sotto voce que la mayoría de los médicos estadunidenses, puestos en una situación límite, están dispuestos a hacer lo mismo por lo que fue condenado Kevorkian, pero sin desplantes publicitarios.

Sea o no cierto lo que se dice sobre ese extraño médico de origen armenio, hay un inequívoco sadismo en quienes se empeñan en obligar a los humanos, con el pretexto que sea, a masticar todo el dolor que pueda depararles una agonía tortuosa o una existencia miserable. Pero la noche del domingo, las hipocresías sociales convertidas en ley y las apologías del martirio que difunden los altavoces de las iglesias lograron el milagro de desviar los reflectores de la fiesta de los premios Oscar hacia las carnes espléndidas de las divas allí presentes y opacar la almendra de dos de las películas premiadas: el derecho de la gente a morirse cuando lo considere necesario, y la piedad y la compasión de los que le echan una mano al prójimo cuando éste, en el más legítimo ejercicio de su soberanía personal, decide que ya tuvo suficiente.

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