Dios nunca muere
Son los usos y costumbres del poder en Oaxaca. Cada nuevo gobernador que toma posesión del cargo comienza su mandato reprimiendo. Demuestra así a los funcionarios que se van, a los políticos que se quedan y a la población que lo padece que él es quien manda. Ulises Ruiz no es la excepción a esta regla. Su unción como jefe del Ejecutivo oaxaqueño, el primero de diciembre de 2004, fue bautizada con el agua bendita del castigo a sus opositores. Su ruta es la misma que antes que él transitaron sus antecesores.
El saldo de la violencia en el estado durante los primeros meses de su mandato es escalofriante: encarcelamiento de dirigentes sociales, desalojo brutal de protestas ciudadanas, persecución policial de luchadores populares, detención de negociadores de movimientos sociales cuando se dirigían a negociar con el gobierno, derramamiento de sangre en varios municipios, aplicación discrecional de la ley a insumisos.
Ulises Ruiz necesita mostrar fuerza. Debe conseguir desde el poder lo que no pudo obtener en las urnas. Para ganar los comicios tuvo que echar mano de sus mejores dotes de mapache. Aun así, triunfó por una mínima diferencia de votos, en unas elecciones seriamente cuestionadas con una abstención de 60 por ciento.
El PRI se fracturó durante la contienda electoral, y una facción, la del juniorcique Diódoro Carrasco, se alió al gobierno de Vicente Fox. Nada más asumir su cargo, Ulises Ruiz tuvo que empeñarse a fondo para desinflar las protestas de Gabino Cué, su rival. No encontró mejor recurso que amenazarlo con la cárcel. Terminó pactando un entendimiento. El fantasma de un conflicto poselectoral en la entidad desapareció con rapidez.
Operador electoral privilegiado de Roberto Madrazo, el nuevo gobernador oaxaqueño quiere hacer de su estado un baluarte priísta en la sucesión presidencial. Y para ello necesita terminar con cualquier resistencia, sea opositora o "amiga".
Con la oposición partidaria debilitada, el nuevo gobernador se propuso quitarse de encima la sombra de su antecesor, José Murat. El poder, en la mejor tradición priísta, no se comparte, y menos con un personaje nacido en la misma cuna. Los modos del que fue conocido como El Talibán son muy incómodos y, para su tranquilidad, cuanto antes se deshaga de su influencia en el estado, mejor.
Para imponer su autoridad en la sociedad oaxaqueña, Ulises Ruiz ha echado mano de la "experiencia" de sus antecesores. Un ejército de burócratas y caciques regionales se ha encargado de tomar en sus manos presupuestos y recursos institucionales para negociarlos a cambio de lealtad política. Ha inducido en municipios rebeldes el desarrollo de conflictos intercomunitarios. Ha propiciado la injerencia estatal en los ayuntamientos que se rigen por usos y costumbres y que no simpatizan con el PRI, acelerando su desgaste. Y, lejos de disponerse a resolver los 52 problemas agrarios graves que hay en la entidad, ha tratado de utilizarlos en su favor.
Pero, aunque las reglas no escritas del poder oaxaqueño sean las mismas desde hace décadas, la sociedad no lo es. Más de 30 años de luchas de resistencia, conquistas legales, autodefensa y obtención de gobiernos locales han formado un tejido asociativo de pueblos indios, coordinadoras campesinas, sindicato magisterial, coaliciones populares y artistas que han transformado las relaciones entre la administración pública y la sociedad civil en el estado. Aunque Ulises Ruiz haya "amarrado" a los partidos políticos, muchas organizaciones sociales siguen "sueltas". De manera que, lejos de provocar la desmovilización social con el uso de la fuerza, la criminalización de la disidencia ha provocado una explosión de descontento popular que no se vivía en la entidad desde el movimiento que en 1977 propició la caída del gobernador Manuel Zárate Aquino.
El pasado 18 de febrero unos 85 mil maestros y campesinos marcharon por las calles de la ciudad de Oaxaca. En las distintas regiones del estado y en la capital son frecuentes las expresiones de malestar. Y diversas organizaciones de derechos humanos se disponen a internacionalizar la lucha trasladándola a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
El gobierno estatal ha tratado de contener los daños procurando controlar los medios de comunicación, por aquello de que si los atropellos no se divulgan entonces no existen. Asimismo, ha procurado justificar su rudeza como acciones dentro del estado de derecho. El secretario de gobierno de la entidad niega que existan presos políticos y afirma que los dirigentes sociales encarcelados están acusados de delitos del orden común. "La justicia no se negocia en una mesa", dijo a la reportera de este diario, Rosa Rojas.
Sin embargo, a pesar de la represión, las amenazas y la cooptación de opositores, la resistencia sigue.
A mediados del siglo XIX, el oaxaqueño Macedonio Alcalá, viviendo en la miseria y gravemente enfermo, escribió, por 12 pesos de la época, Dios nunca muere, vals que se ha convertido en una especie de himno de la entidad. Habitante durante algunos años de la pobrísima región mixteca, el autor plasmó en la composición tanto sus vivencias sobre la desgarradora condición de los pueblos indios como su gratitud porque la "Providencia le había proporcionado ese dinero" cuando más lo necesitaba.
Al igual que Dios nunca muere, el movimiento social oaxaqueño forjado durante los últimos 30 años, expresa las terribles condiciones de vida de indígenas y campesinos y su incansable fe en un futuro mejor. Si Ulises Ruiz quiere terminar en paz su periodo y no seguir la ruta de Zárate Aquino deberá frenar sus ansias totalitarias.