Espejismos en la memoria
Nada llama más atención que su manera de pasar desapercibida, como si un ser como ella fuera inaparente y venciera la tiranía de lo visible. Ingresa al vagón del Metro oculta en el doblez de un suspiro, se abalanza oportuna al primer y disputado asiento y lo conquista, implacable. Le cubre cabeza y rostro una capucha café de lana, monacal y misteriosa. Una blusa ajustada, a rayas naranja y amarillo, una bufanda perlada de chaquira blanca, una falda de lona verde, como trozo de cortina arrancada a la mala y puesto al ahí nomás alrededor de la cintura. Medias translúcidas de un rojo sanguinolento y grandes botas de alpinista que por agujetas trae haces de hilos de todos los colores, desaliñados y sugestivos.
Apoya la mochila roja sobre sus muslos, extrae una especie de biberón azul cobalto, lleva a sus labios el popote integrado y succiona lo que traiga adentro. Presumiblemente agua. Para hacerlo, asoma los labios, y de hecho el rostro. Kristina abandona la caperuza que la esconde.
Bernabé experimenta entonces una sensación extraña. Un déjà vu extravagante y, para sus actuales pulgas, más bien inoportuno. Esos labios rojos, duplicados, agresivamente sensuales, ya los ha visto. Hace una respetable cantidad de años. Pero no quiere pensar en ellos.
El perfil de Kristina. Una perfecta curva de piel blanca y, si se excusa el pobre símil, de porcelana. Bernabé está viejo, a ratos al menos, cuando vislumbra la pendiente de los sesenta de su edad. Sano, sí, bueno, digamos que. Se le ha vuelto amargoso el carácter, luego de terminar su agridulce relación de años con Leticia, casas y vidas separadas, cama común siempre que fue posible. Una relación de adultos escarmentados, no exenta de amor pero sin exagerar.
Un flashback lo jala a la URSS, adonde fue a dar en unos estudios más bien disparatados pero con beca en la Universidad Patricio Lumumba. Como él dice con sorna, pertenece a la última generación de comunistas sin retorno, pero ya no se la cree. Había tal cansancio en Moscú entonces, ¿qué sería, el 83, el 84? Por no decir en México. ¿O en él?
Adornan el biberón de Kristina un escudo de la ciudad de Basilea, y distribuidos en los dedos que lo sostienen, cuando menos quince anillos delgados de plata. Bernabé se sorprende de la curiosidad que le despierta la muchacha en el asiento de enfrente del Metro lleno y ya próximo a Hidalgo, donde desaparecerá en la insistente multitud de los transbordos. No quiere recordar Moscú. Irina. Carajo. Irina.
¿Por qué esta jipi tardía, desaliñada y casi oculta le recuerda la solar y extrovertida presencia de Irina? ¿Los efectos de la soltería prolongada, que se traducen en soledad y frustración, como si a mi edad la libertad fuera necesaria todavía?, piensa Bernabé en un no sé qué que lo arroja a los amores idos.
"Amores" es generalizador, vago, inapropiado. Irina no pertenece a la categoría de los "amores". Fue un absurdo gran amor que no apreció en su hora y lo dejó arrasado al perderlo. Regresó a México sin ganas de comunismo ni de nada.
Irina era casada, y por una vez en la vida a Bernabé le resultó insoportable no tenerla más seguido. Ducho en materia de adúlteras y viudas (que se parecen), disfrutaba sin remordimiento esas "historias" pues el problema era de ellas, no suyo. Irina le rompió ése y todos los esquemas.
Kristina no da muestras de notar la presencia ni la mirada de Bernabé. Cruza las piernas, las medias rojas, las rodillas casi desnudas, y lee un libro pequeñito, que llamar edición de bolsillo resultaría piadoso. Si tuviera una argolla, sería llavero. Tururú en Hidalgo, y andando Bernabé, a la oficina. Vil camello, traductor a destajo en una dependencia menor de Bellas Artes, y delegado, suplente por fortuna, en la sección del sindicato.
Sale del vagón. De la capucha por un instante emerge el rostro de la muchacha, quien lo mira como si fuera transparente, con la boca entreabierta y el popote del biberón azul apoyado displicentemente en la lengua roja. Antes de avenida Juárez Bernabé habrá olvidado.
Aunque no va a ninguna parte, Kristina baja en Tlatelolco. Para ella las diez de la mañana, en la calle, son peor que madrugada. Sucede que hoy despertó a las siete, y se había dormido a las seis, malcogido el sueño sin pastillas ni té de tila. Falta todo el día para el "llamado" en el club de Pepe, el patrón, o sea Yusef, empresario sirio especializado en conseguir y aprovechar muchachitas de Europa del Este, ilegales como Kristina, y pichoncitas las cabronas, para que sirvan.