Nuevos aires
La ortodoxia de las dos pasadas décadas se ha convertido en una camisa de fuerza no sólo en cuanto a los criterios para la gestión de la economía, sino para el mismo pensamiento. No hay prácticamente márgenes para moverse de la visión única prevaleciente y propagada con verdadero celo desde los organismos financieros internacionales y los entusiastas adeptos del Consenso de Washington.
La ortodoxia sigue siendo sólida, pero la situación de los países llamados en desarrollo, como los de América Latina, ha provocado algunas fisuras por las que se empieza a colar algo de sensatez, más allá de la estricta partida doble de la contabilidad del déficit fiscal y de los derechos siempre incuestionables de los acreedores del Estado.
Estas novedades se han dado, y no es casual que sea así, en Brasil y en Argentina.
El gobierno del presidente Lula ha logrado convencer a los escrupulosos tecnócratas del FMI, cuya amplitud de miras no es para nada sobresaliente, de hacer algunas consideraciones con respecto a las finanzas del gobierno. El caso es dar más flexibilidad al uso de los siempre escasos recursos públicos, de modo que se gasten sin que ello incida en un mayor déficit primario (es decir, la diferencia entre los ingresos y los gastos, sin considerar el pago de los intereses de la deuda).
El argumento es que la asignación de los recursos para proyectos de desarrollo de la infraestructura no constituye estrictamente un gasto, sino que son una inversión. Por ello es que no deben necesariamente afectar el cálculo del déficit o del superávit en el presupuesto público.
De tal manera se liberan fondos, que no son insignificantes, para ampliar la infraestructura física en apoyo de la producción y de la competitividad, además de la prestación de servicios públicos para la población. Se estima que, así, el gobierno brasileño podrá usar para esos fines 3 mil millones de dólares en tres años a partir de 2005.
Este no es un resquicio menor, sobre todo en una situación de penuria presupuestal, especialmente por el servicio de la deuda pública. En México, por ejemplo, en 2004, según se advierte en el informe de la Secretaría de Hacienda sobre las finanzas públicas al cuarto trimestre del año, hay un superávit primario de casi 190 mil millones de pesos. Buen uso puede hacerse de ese dinero para mejorar la vieja e insuficiente infraestructura física del país y remontar por ahí el fuerte rezago de la productividad de este sistema económico.
En Argentina se había acumulado una deuda pública con acreedores internos y externos del orden de 160 mil millones de dólares, la mitad de ese monto entró en moratoria luego de la crisis económica de 2001. Hace unos meses el gobierno planteó renegociar esa parte de la deuda en manos de inversionistas privados mediante la emisión de nuevos pagarés que se entregarían a cambio con un sustancial descuento que podría llegar hasta 50 por ciento del valor.
La ortodoxia tildó este plan de absurdo, lo que pasa cuando el pensamiento se atrofia y, además, cuando se desvinculan las condiciones financieras nacionales que existen en un momento dado con las circunstancias políticas que provocaron no nada más la acumulación de la deuda, sino la misma crisis. En fin, este es un asunto que se conoce bien en México por experiencias como las de 1982 y luego las 1995 y el escándalo del Fobaproa y del IPAB.
El plan del ministro Lavagna fue ofrecer el cambio de la deuda vieja en situación de mora, por una nueva y de menor valor que sería servida en nuevas condiciones. La expectativa del gobierno argentino era poder intercambiar la mitad de los bonos en cuestión en un mecanismo de refinanciación de la deuda pública de gran envergadura y que, sin duda, fijará un precedente. El FMI sostenía que para poder considerar esta operación exitosa debía llegarse a 70 por ciento del monto involucrado. El viernes 25 de febrero, cuando concluyó el plazo para el cambio, se estimaba que podría llegar a 90 por ciento.
Ambos casos, el brasileño con el tratamiento del déficit y el argentino con la deuda pública, indican que los gobiernos tienen algunas alternativas para administrar la economía y las finanzas públicas. Al parecer se requieren para ello cuando menos dos condiciones. Una es que se sepa bien qué se quiere hacer, sobre todo ubicándose fuera de lo que se ha vuelto convencional. La otra, ligada a la anterior, es que el conservadurismo económico y político está llegando al límite en esa región.
El caso mexicano es en este sentido ejemplar, pues aquí se confunde con la responsabilidad fiscal y financiera. En México el sector financiero y quienes lo representan en el gobierno padecen de un conservadurismo crónico que no tiene su fundamento en premisas teóricas de la economía o la política, sino en la condición de privilegio que se ha formado en torno de este sector y que compromete seriamente la viabilidad de esta economía.
Esa es una expresión fehaciente, pero retorcida de la idea que rige a la política económica, el laissez faire-laissez passer es aquí un verdadero dejar hacer y, sobre todo, dejar pasar.