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Por los anuncios, declaraciones, análisis y premoniciones que se adelantan cotidianamente, la primera de las decisiones acerca de la amenaza de desafuero a Andrés Manuel López Obrador, la de la sección instructora, deberá tomarse a finales de marzo o a principios de abril. En esas fechas también será dirimido un nuevo capítulo de la batalla diplomática entre Estados Unidos y Cuba, que anualmente se libra en la Comisión de Derechos Humanos (CDH) de Naciones Unidas.
Como se sabe, en la comisión se discute, desde hace ya 14 años, un proyecto de resolución condenatorio del desempeño en materia de derechos humanos del gobierno revolucionario que sistemáticamente implica un gran debate y muy arduas campañas de su principal promotor, Estados Unidos, y la propia Cuba. Vale la pena hacer notar que, aunque Estados Unidos hace cada año su campaña de gestión, presión y compra de votos, cada vez el texto de la resolución se presenta más diluido con el propósito de obtener más apoyos de las delegaciones que no comparten del todo las acusaciones. Aun así, la parte cubana ha dicho que de la CDH no aceptará ni siquiera una hoja de papel en blanco que diga solamente la palabra Cuba.
No todo el mundo entiende el significado de esa larga batalla diplomática. El canciller mexicano, por ejemplo, ha dicho que Cuba debería admitir la visita de un representante de la comisión, como México ha hecho en algunas ocasiones, y terminar así con el asunto. No se comprende que ni México ha terminado con ello sus problemas con los derechos humanos ni que el propósito de Estados Unidos al promover el caso, a veces por sí mismo y a veces por terceras manos, es poner en tela de juicio los fundamentos morales de la revolución, en los que descansa su motivación y su defensa.
El año pasado México votó en la CDH en contra de Cuba, por tercera vez consecutiva. La respuesta del gobierno cubano se materializó durante la acostumbrada alocución del presidente Castro el Día Internacional del Trabajo, cuando dijo que el gobierno de México había convertido en cenizas su política exterior. La airada reacción del gobierno de México significó la expulsión del embajador de Cuba y el retiro de su contraparte mexicana, la degradación de las relaciones diplomáticas al nivel de encargados de negocios, y la declaración como persona no grata en México de un funcionario diplomático cubano. Mucho más rápido de lo que era de esperarse, ambos gobiernos acordaron restituir a la relación su nivel anterior y los embajadores regresaron a sus puestos para buscar la solución de continuidad a una relación ya lastimada.
Durante varias semanas previas al discurso del Primero de Mayo, en México se desarrollaba el vergonzoso asunto de los videoescándalos y ya se había descubierto la fuga de Carlos Ahumada nada menos que a Cuba. Cuando las autoridades de la isla decidieron regresarlo a México sin esperar los largos procedimientos de extradición, el gobierno mexicano reaccionó con irritada y nerviosa torpeza, primeramente por el temor de que, fuera de su control, dijera todo lo que sabía. Después el sobresalto pasó a franco miedo ante la posibilidad de que las autoridades cubanas hicieran públicas las abundantes declaraciones que Ahumada hizo en La Habana.
A pesar de que las autoridades de ambos países trataron de mantenerlos separados, los dos temas -el voto en Ginebra y la expulsión de Ahumada- estaban imbricados hasta el punto de que la precaria solución que se dio a la crisis diplomática no incluyó, cuando menos públicamente, ninguno de los dos asuntos.
Las dos cuestiones siguen pendientes, pero con los desarrollos agregados a lo largo del año: más que probablemente, las autoridades federales y capitalinas de México tienen conocimiento o al menos una buena idea de lo que Ahumada declaró en Cuba y han podido sopesar el daño que haría su publicación; el canciller mexicano, ya sin compromisos con la clase política mexicana y más preocupado por su futuro laboral que por los graves asuntos de su cartera, verá el voto contra Cuba en Ginebra como un paso más hacia su ambicionado escritorio de secretario general de la OEA; Cuba no ha dicho palabra sobre sus intenciones respecto de las declaraciones de Ahumada. No ha amenazado con usarlas ni ha prometido discreción. Pero las tiene.
Así, México deberá votar en Ginebra, pero su canciller estará más interesado en agradar a Estados Unidos que en finiquitar el diferendo con La Habana; Cuba no se sentirá obligada a guardar silencio respecto del caso Ahumada, si México vota en su contra; el gobierno mexicano teme la publicación de las declaraciones del empresario, pero no se atreve a contrariar a Estados Unidos. Habría que vivir en estado de gracia para pensar que los casos Bejarano-Ahumada, paraje San Juan o El Encino, no comparten un mismo objetivo y, ni así, se podría pensar que el asunto de Ahumada y el de El Encino, el voto en Ginebra y la candidatura a la OEA, no están conectados.
Todo hace prever una cálida primavera diplomática.