Usted está aquí: viernes 25 de febrero de 2005 Opinión Foucault y El Quijote

José Cueli

Foucault y El Quijote

El Quijote, símbolo sagrado, constituido como mito del mundo hispánico heredado a las letras y al pensamiento universal, escapa al encasillamiento en el razonamiento lógico, a esa clase de razones que la razón no entiende. Busca su enigmática verdad en la sinrazón, en el ámbito de las oscuras verdades que no llegamos a descifrar del todo, y siempre habrá un resto que permanece en el ocultamiento, como en el nudo-sueño freudiano, donde se alojan lo insondable, lo incognoscible, el sinsentido; esa parte del deseo inconsciente que escapa a la traducción.

Elogio de la locura, a la manera de Foucault, quien aborda la locura en el sentido husserliano del peligro amenazador de la razón y el sentido bajo la forma del objetivismo, el olvido de los orígenes y el recubrimiento mediante el propio develamiento racionalista y trascendental, como movimiento de la razón amenazada por su propia seguridad.

Crisis del discurso del poder que, según Jacques Derrida, interpretando a Foucault, que hace filosofía del terror. Crisis en que la razón está más loca que la locura y en que la locura es más racional que la razón, pero está más cerca de la fuente viva, aunque silenciosa y murmuradora del sentido. Crisis que existe desde siempre, no tiene principio y es interminable.

Lo que Foucault nos enseña a pensar es que existe la crisis de la razón extrañamente cómplice de lo que el mundo llama ''crisis de la locura". Crisis, según Foucault, en que existe la sospecha de que el lenguaje no dice exactamente lo que dice. Sentido formal que protege y encierra un sentido pero que, en realidad, encierra, a pesar de todo, otro sentido.

El sentido realmente importante y que sería el ''que está por debajo"; lenguaje además engendrado de otra sospecha, que en cierto sentido supera la forma propiamente verbal, ya que hay muchas otras cosas que hablan y que no son lenguaje.

Lenguajes que se articulan en forma tal que no son verbales. Formas que aparecen desde los griegos y aún tienen vigencia.

Todo esto determina para Foucault que ''cada cultura, cada forma cultural de civilización ha tenido sus sistemas de interpretación, sus técnicas, sus métodos, sus formas propias de sospechar, en que el lenguaje quiere decir algo distinto de lo que dice y deja ver que hay lenguajes aparte del mismo lenguaje".

Para Foucault, las técnicas de interpretación quedaron en suspenso a partir de los siglos XVII y XVIII. Recordemos la sentencia de Montaigne: ''Tan sólo somos intérpretes de interpretaciones''; y la apertura del texto cervantino también serviría como ilustración de la enunciación de Foucault.

En el siglo XX, Freud, Nietzsche y Marx nos sitúan, según Michel Foucault, ante una nueva posibilidad de interpretación para fundar la idea de una nueva hermenéutica que se ciña a una semiología y tienda a creer en la existencia absoluta de los signos, abandone la violencia, lo inacabado y la infinitud de las interpretaciones para hacer reinar el índice y sospecha del lenguaje. Es decir, en términos derridianos:

''Hacer decir la hipérbole a partir de la cual el pensamiento se revele a sí mismo, se asuste de sí mismo y se reafirme en lo más alto del sí mismo contra su anulación o su naufragio en la locura y en la muerte". Que escriba más que diga. Una estructura de diferencia cuya irreductible originalidad hay que pensar.

Cervantes se adelanta a todo ello con su magistral Quijote emparentando con Foucault en su discurso cuando enuncia en Historia de la locura, una frase de Pascal: ''Los hombres están tan necesariamente locos que no estar loco sería estar loco por obra de otra forma de locura". Y Dostoievski cita: ''No es encerrando al prójimo como se convence uno de su propia sensatez". Aquí inevitablemente acude a nuestra mente el episodio entre Alonso Quijano y su enfrentamiento con el bachiller Sansón Carrasco, el hombre de los espejos, el insensato y sádico "defensor de las buenas conciencias".

 
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