San Andrés: entre la memoria y el olvido
Ahora que están de moda los llamados "proyectos de nación" ante las carreras adelantadas de numerosos aspirantes a la candidatura presidencial, vale la pena distinguir entre lo que es una "plataforma de gobierno", esto es, un documento para la campaña política de determinado candidato, y lo que significa la elaboración de un "proyecto nacional" que se va construyendo a lo largo de complejos procesos en los que intervienen sujetos sociopolíticos que definen un rumbo estratégico para el país y propuestas viables para los grandes problemas nacionales. Los acuerdos firmados en San Andrés el 16 de febrero de 1996, marcados por una sublevación indígena, una guerra de desgaste que continúa hasta nuestros días y un diálogo entre el gobierno federal y un grupo armado que obliga al Estado a negociar, forman parte del proyecto histórico de una nueva nación que aún está por definirse.
Fueron documentos debatidos, consensuados por un amplio cuerpo de asesores, particularmente indígenas, que se constituyó en una especie de asamblea constituyente con niveles de representatividad y conocimiento de los temas nunca observados en el Congreso de Unión, y con la autoridad moral que imprimió el EZLN a todo ese proceso. Son documentos históricos, aunque no conocidos ni difundidos en la medida de su trascendencia, y en el debate político lamentablemente reducidos a la propuesta Cocopa. Con todo, la delegación del EZLN dejó claramente establecidas sus posiciones respecto a las limitaciones de los mismos en documentos que reflejan su perspectiva de largo aliento.
En ellos se señala la necesidad de "construir una nueva sociedad nacional con otro modelo económico, político, social y cultural que incluya a todas y a todos los mexicanos". Se insiste en la reforma del 27 constitucional para resolver el grave problema agrario, tema que el gobierno salinista nunca quiso discutir; se reitera la necesidad de una legislación para proteger los derechos de los migrantes, el ejercicio de presupuestos para el desarrollo de los municipios; el acceso a los medios de comunicación para los pueblos indígenas, el desarrollo de una política de sustentabilidad que preserve tierras y territorios indígenas. Los zapatistas demandaron a su contraparte tiempos y plazos para el cumplimiento de los acuerdos, mismos que al desaparecer la comisión de seguimiento y verificación resultaron letra muerta para la parte gubernamental.
Los acuerdos no conciben a los indígenas como sector aislado de la sociedad. Por el contrario, señalan que para llegar a un pacto social integrador de una nueva relación entre pueblos indios, sociedad y Estado debe darse una profunda reforma de las propias instituciones estatales. Se reitera necesaria la aplicación de una nueva política de Estado para desarrollar una cultura de pluralidad y tolerancia. Se exhorta a un nuevo esfuerzo de unidad nacional.
La violación a los acuerdos se da no sólo al realizar una reforma constitucional contraria a la propuesta Cocopa, sino que el incumplimiento va más lejos, ya que el gobierno federal se comprometió a impulsar políticas y emprender acciones que resuelvan una tarea nacional que combata las condiciones de pobreza y marginalidad de los pueblos indígenas. Los acuerdos de San Andrés asientan: "El objetivo de construir una sociedad más justa y menos desigual es la piedra angular para alcanzar un desarrollo más moderno y construir una sociedad más democrática. Estas metas son parte esencial del proyecto de nación que el pueblo de México desea, no sólo como compromiso moral de la sociedad y de los pueblos indígenas y como responsabilidad indeclinable del gobierno de la república, sino como condición indispensable para asegurar el tránsito a mejores niveles de desarrollo del país".
En los acuerdos existe el compromiso de establecer un nuevo federalismo y de que el derecho positivo mexicano reconozca las autoridades, normas y procedimientos de resolución de conflictos internos a los pueblos indígenas para aplicar justicia sobre la base de sus sistemas normativos internos. En el terreno de la cultura, el gobierno estuvo de acuerdo en incorporar el conocimiento de las diversas culturas indígenas en los programas de las instituciones educativas, en promover la educación integral con pleno acceso a la ciencia, cultura y tecnología. En el ámbito económico, el Estado adquirió la obligación de impulsar la base productiva de los pueblos indígenas con estrategias específicas de desarrollo acordadas con ellos, así como garantizar la satisfacción de las necesidades básicas en alimentación, salud y servicios de vivienda.
En consecuencia, la traición del gobierno a las reformas constitucionales en materia indígena sirvió de cortina de humo para encubrir una felonía mayor: la traición a los principios acordados de pluralismo, sustentabilidad, integralidad, participación y libre determinación; a la promesa de que el marco jurídico debería consagrar legítimos los derechos políticos, de jurisdicción, sociales, económicos, culturales y, sobre todo, el reconocimiento de las comunidades como entidades de derecho público; el derecho a asociarse libremente en municipios, la transferencia de recursos, etcétera, todo lo cual quedo en el olvido.
En la memoria del Estado sólo permaneció la estrategia de contrainsurgencia, la administración del conflicto, el desgaste de los actores, el autismo presidencial y, sobre todo, la impunidad para los civiles y militares culpables de crímenes de lesa humanidad.