¿Y los defensores de la bioseguridad?
Dedicado a comprender en profundidad el sentido de la vida, su origen y evolución, el biólogo termina adoptando cierta ética que lo convierte, casi en automático, en un defensor consecuente del fenómeno vital, en un luchador por la naturaleza. Como diría Erich Fromm, se ama porque se conoce y lo que se ama se defiende. La defensa de la diversidad de la vida se ha erigido en las décadas recientes en otra forma de lucha, ética, social y política, la cual se suma a las batallas por la justicia social, los derechos humanos y la democracia.
Lo anterior procede en relación con lo ocurrido el pasado 10 de febrero en la Cámara de Senadores, donde se dio la última opor-tunidad para modificar la Ley de Bioseguridad, hoy aprobada por un Senado incapaz de percibir la trascendencia de sus decisiones. En esa fecha acudieron a ofrecer sus opiniones reconocidos académicos y los responsables de las tres principales entidades encargadas de salvaguardar la biodiversidad de México: la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio), el Consejo Nacional de Areas Naturales Protegidas (Conanp) y el Instituto Nacional de Ecología (INE).
El hecho destaca no tanto por su significado institucional, que lo tiene, sino porque, más allá de las investiduras, quienes acudieron a normar el voto de los senadores respecto a la controvertida ley no fueron tres simples funcionarios, sino tres destacados biólogos. Conocedores profundos del tema y con una conocida trayectoria académica en el estudio del patrimonio natural del país y del mundo, resultaron extrañas sus actitudes titubeantes, su ambigüedad y cierta torpeza intelectual en el momento, por demás decisivo, de externar sus opiniones frente a los senadores. Con ello coronaron una notable ausencia de sus instituciones a lo largo de la intensa, y muchas veces acalorada, discusión sobre la citada ley.
Hay momentos en la vida en que las decisiones de los seres humanos adquieren súbita e inexplicablemente una dimensión desproporcionada respecto del resto de la larga historia. Como en el famoso poema de Cavafis, tarde o temprano llega el día en el que el sí o el no se tornan decisivos. Pero siempre llega. La pasada sesión del Senado tuvo signos altamente definitorios, porque allí los expertos convocados tuvieron la oportunidad única de transmitir a los legisladores una visión que los hubiera orientado a modificar la ley.
¿Cómo entender esa incongruencia entre el pensar y el hacer? ¿Qué mecanismos profundos llevaron a los responsables de salvaguardar la biodiversidad del país a ignorar el alud de evidencias acerca del peligroso rol de los cultivos transgénicos como contaminantes genéticos del patrimonio natural? ¿Nadie les habrá hecho llegar los resultados del informe preparado durante un año por 23 científicos de Canadá, EU y México, el cual recomienda de manera tajante mantener la moratoria a los transgénicos y bloquear o controlar de inmediato todo el maíz importado de EU? ¿Cómo lograron olvidar la discusión sobre la ley que reunió en El Colegio de México a más de 50 reconocidos investigadores? ¿Y la literatura científica? ¿Y la extraña censura y el boicot hacia las investigaciones de Ignacio Chapela (Universidad de California)? ¿Y el carácter perverso de la tecnología, engendro de las corporaciones?
El fenómeno hace recordar acciones vergonzosas del pasado, cuando destacados intelectuales abandonaron sus propias tesis y principios al quedar investidos de funcionarios (ahí siguen en la memoria los casos de Arturo Warman y Gustavo Gor-dillo durante la discusión de la Ley Agraria de 1992). Y es que una cosa es disentir o polemizar como intelectuales y otra negar de cuajo, mediante un acto que acaso toca la demencia, toda una historia personal de conocimientos y estudios. No hay, para el pensamiento lógico, manera de explicar la existencia de dos formas contradictorias de pensar alojadas en una misma mente.
No creo que éste sea el caso. Más me inclino a pensar en una confusión generada por la vorágine de una "guerra informativa" que tuvo más de mercadotecnia que de política, alimentada por las corporaciones y sus académicos. Lo que más preocupa es la manera en que el impulso profundo por la vida, la biofilia adquirida durante años de estudio, la conciencia de que el ser humano no puede jugar a modificar procesos vitales sin arriesgar su propia existencia, quedaron fácilmente sepultados por los argumentos falsos y la propaganda, o terminaron olvidados en los detalles técnicos o jurídicos.
El suceso de alguna manera pone en entredicho una larga tradición de la comunidad mexicana de biólogos. Bien conocidas fueron las batallas libradas durante décadas por Enrique Beltrán, el primer doctor de biología del país, frente a la clase política. En 1968 Efraím Hernández-Xolocotzi, padre de la biología agrícola (título de su último libro) y apasionado defensor de la agricultura campesina, fue expulsado del país por coincidir con los estudiantes de Chapingo. Dos destacados biólogos politécnicos, Alfredo Barrera y Juan Manuel Gutierrez-Vázquez, sufrieron persecuciones por las mismas razones, y en los años 70 fueron célebres las luchas de Arturo Gómez-Pompa contra el "plan nacional de desmontes" orquestado por el gobierno para deforestar las selvas de Veracruz, Tabasco y otros estados.
¿Dónde quedaron los defensores de la biodiversidad? En contraste con lo descrito, docenas de investigadores se manifestaron por la revisión de la ley, y quiero creer que, bien informados, lo mismo hubieran hecho, fieles a su oficio, los 15 mil biólogos titulados y los 18 mil estudiantes de biología que hoy se preparan en las 45 escuelas y facultades que existen. Ellos deben saber que no basta incrementar las colecciones, los papers, los congresos, los decretos o los sistemas informáticos sobre biodiversidad, si ésta no se percibe como una expresión del supremo fenómeno de la vida. Por encima de la soberbia tecnocrática y de la adoración por los aparatos y la razón instrumental, siguen estando las percepciones profundas y los compromisos verdaderos.