Colisiones
Hace apenas unos años, casi dos sexenios, algunos notables de esa ya heroica época de la sociedad mexicana especulaban sobre una inminente colisión de trenes cargados con grávidos intereses. Basados más en sus deseos que en datos sobre la realidad que los inspiraba entonces, entrevieron inevitables enfrentamientos sociales, capaces de inducir marejadas indeseables por todos los confines del país. Y, claro, se ofrecían como garantes de continuidad, sacrificables biografías en pos del bienestar de todos. No creían que el sistema, predominantemente priísta, podría permitir la transferencia del poder del grupo oficial a otro de diferente signo y orientación. No hubo tal choque. El PRI volvió a ganar al imponerse en las clases medias el temor al cambio y a la aventura de lo desconocido. Todas aquellas premoniciones, destapadas por magnicidios y el alzamiento zapatista de 1994, indujeron respuestas conservadoras. Cuauhtémoc Cárdenas fue derrotado por segunda vez y por amplio margen. Y, para fortuna de los ciudadanos, Diego Fernández de Cevallos se retiró, también vencido y después de su discreto silencio como retirada estratégica, para engrosar su carpeta de asuntos legales conseguidos al amparo de sus privilegiadas conexiones con el poder.
De nueva cuenta surgen, por estos aciagos y movidos días de inicio del quinto año del siglo xxi, señales de barruntos desestabilizadores. La misma CIA estadunidense, oráculo, fuente de obsesiones para todos aquellos que miran sin cesar hacia el norte, da un grito de alarma con la intención de prevenir males mayores. El proceso sucesorio, en muchas de sus facetas inédito y sujeto a fuertes presiones, puede alterar la vida organizada. La palabrería con buenos augurios sólo es atribuible a una arrogancia burocrática cimentada en torpes análisis y peores verbalizaciones. Los barruntos empiezan a verse en cerradas formas y el oficialismo insiste en que no pasará nada, a pesar de que algunas de sus voces autorizadas (Macedo de la Concha, por ejemplo), inquietas por variados devaneos y provocaciones, advierten del peligro de azuzar el cotarro. Muy a pesar de las repetidas arengas presidenciales que quieren asentar la vigencia de un estado de derecho etéreo, aceptado en principio por todos, por nadie combatido formalmente, apretujado entre los varios mandones que se lo han apropiado como coto de defensa personal, respetado por pocos, usado por cualquiera que se quiera apañar cosas y medios ajenos y llamado a conjura por todos los que no tienen razones válidas ni argumentos para sostener sus poquiteros o sus gruesos intereses, continúan aumentando los temores por un periodo violento que se avecina y que ya se coagula en el horizonte colectivo de la nación.
Un conjunto de escritores y analistas renombrados de la actualidad retocan ese mismo panorama y llaman a la cordura a los diputados que decidirán sobre el inminente desafuero del jefe de Gobierno del DF. Los previenen de consecuencias impredecibles al tratar de eliminar al adversario con prácticas inciviles. Las encuestas no hacen sino reafirmar la especie que circula entre el ciudadano de a pie: nadie quiere el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, un grueso 72 por ciento se opone. Pero un ínclito leguleyo, redonda personalidad del priísmo legislativo, insiste en dictar consignas facciosas, precisamente en el recinto y entre los que deberían atender, en primer término, la ostensible y documentada voz del pueblo. Dice temerle más a las consecuencias de no apegarse al derecho que a oír lo que opina el ciudadano en su versión colectiva. Esconde, en sus dichos, variadas fobias y frustradas ambiciones. Quiere ser respetado como un coordinador aunque sabe que no manda, como un pastor al que todos los días se le extravían las ovejas. En su trasiego no está solo. Las maniobras de Madrazo lo secundan a trasmano. El presidente Fox y su esposa no titubean y anteponen sus personales disgustos y prejuicios a las más racionales consejas sobre la descomposición democrática que el desafuero y la inhabilitación programada ocasionarían. Ante los síntomas y dolores que ya muestra el cuerpo colectivo de la nación, hasta la jerarquía católica, bastante reactiva ante el sentimiento popular y con densas inclinaciones hacia los poderosos, se atreve a moverse por un delgado filo argumentativo que no identifica la legítima protesta con el caos.
Pero en el seno de la sociedad algo empieza a moverse. Surgen pequeños conjuntos organizados para la defensa del que saben agredido sin justicia. El enojo subyacente, acumulado sobre grandes islas de desamparo, es un referente constante que llena de pavor. La campaña contra el jefe de Gobierno, guiada desde Los Pinos, reagrupa a sus voceros y los lanza con reconvenciones que pocos entienden. Los pretendidos mensajes sibilinos se devuelven contra sus emisores y el ambiente público se encrespa. Las pasiones y los reacomodos al interior de los partidos (PAN y PRI) no encuentran sosiego y predicen tiempos aún más turbulentos por venir. El PRD se cierra sobre sí mismo ante los ataques que lo abruman. Y López Obrador lanza su llamado a la resistencia pacífica y resuenan entonces numerosos ecos de respuesta, lejanos unos, otros ya concretos, imaginativos y animosos. Y esto sí que incomoda a muchos que preveían y hasta deseaban inmovilidad del asediado y sus apoyadores. La salida a todo este merequetengue no pasa por los tribunales y las calles alborotadas, sino por el respeto a los derechos políticos y las urnas.