Pablo O'Higgins y la figura del maguey
Carlos Montemayor /II
Habíamos dicho que Pablo O'Higgins pintó la vida donde se trasluce la acción humana con la salvaje belleza cromática que buscó al venir a México. Que el paisaje mexicano en que desplegó su inteligencia no es una escenografía ni ornamento, sino una fuerza vital. La realidad se desborda en sus bocetos, dibujos, acuarelas, óleos; se expande, se sintetiza, brota por el color y la fuerza.
En su obra se destaca su apego al mundo obrero, rural y social de México. Carlos Sansores San Román comentó, a este propósito, en el año 2000, en el libro Pablo O'Higgins, los trabajadores de la construcción, lo siguiente:
Pablo O'Higgins tiraba líneas en el papel con gran velocidad. Las más de las veces, los albañiles ni siquiera se apercibían de que el artista había fijado con unos cuantos trazos la coordinación acompasada de su cuerpo al caminar, al cargar, al colar, amarrar polines o arañar el muro con un cepillo; al mismo tiempo, apresaba con esas pocas líneas el pensamiento y la emoción que emana de sus rostros de trabajadores esforzados. En los dibujos de O'Higgins, la vida de las mujeres, niños y ancianos anónimos del pueblo no se detiene; sino que fluye dinámica en las humildes hojas de papel rayado de sus libretas, gracias al trazo hábil de su lápiz. En estos apuntes de trabajadores de la construcción nunca se encuentran gestos insinceros; nunca percibimos en ellos al modelo posando para el artista. O'Higgins ha perpetuado la vida y las formas de hacer y laborar del obrero de la construcción mexicano con una vitalidad que solía pertenecer a los grabados más espontáneos de José Guadalupe Posada. Pablo O'Higgins, el artista que tanto amó a México, aquel que a los 26 años se decidió a imprimir el primer y magnífico libro sobre Posada, es en realidad su legítimo sucesor, como se revela en los dibujos de trabajadores...
El mundo de José Guadalupe Posada, de Diego Rivera, de los artistas del Taller de Gráfica Popular, de Pablo O'Higgins, era el caudaloso mundo humano y natural de México. Los colores de O'Higgins se superponen como planos geométricos, como si el vigor cromático se escuchara, o su tensión produjera un grito, un ruido de río, un ensordecedor sonido de desierto, de luz, de sol, de calientes bardas encaladas. El paisaje mexicano en que desplegó su inteligencia y su arte no es por ello una escenografía, insisto, sino una expresión de la vida humana, una expresión del apego a nuestra realidad, a nuestra propia vida.
De este apego provino también su descubrimiento de un enigma milenario de México: el maguey. En numerosos dibujos, litografías, óleos, acuarelas, el maguey aparece como un enigma personal del pintor, como una interrogante que se propone resolver en esquemas geométricos, en planos contrapuestos, en paisajes rocosos, desérticos o arbolados; cerca de casas, bardas, hornos de ladrillo; junto a niños, hombres, cargadores o mujeres sedentes que parecieran coronadas por la ondulante y poderosa elevación de las pencas. O'Higgins no pasa por alto, en el campo mexicano, la presencia de esta planta. No la explica, no la celebra; sólo muestra su elegancia y condición huraña; la registra con la propia contundencia que ella tiene, con la perseverancia con que acompaña nuestros campos. Pareciera sugerirnos que la veamos como él: en el silencio, en la múltiple pero solitaria danza con que se eleva su cuerpo. Así nos detiene y nos enseña a mirarla.
O'Higgins destacó cierta especie de los agaves, el maguey más constante en los estados centrales de nuestro país, el Agave atrovirens, productor del pulque. Describió esta especie y sus variantes salmiana y cochlearis; también, en zonas de Matehuala, dibujó algunas variedades del agave americana. El agave atrovirens convivió en el mundo cultural de mesoamérica mucho antes que el maíz fuera domesticado y se convirtiera en el elemento básico de nuestros pueblos. Múltiples aportaciones del maguey explican su permanencia en la vida de las comunidades posiblemente desde hace diez mil años.
Desde los toltecas el maguey ha provisto a nuestros pueblos indígenas y campesinos de pencas comestibles, fibras variadas para hacer sogas, ayates y bolsas. Al despulpar las pencas del maguey se le desprenden soponina y gomas que pueden servir como jabón y fijadores de pintura. Ha provisto a los pueblos de aguamiel, pulque, vinagre, azúcar (arrope, decían los españoles), mieles; material de construcción (particularmente las pencas que se emplean para techar viviendas), agujas, pencas que protegen la cocción de la barbacoa en hornos excavados bajo el suelo y papel para cocer alimentos (la cutícula con que se preparan los mixiotes). Además de estos productos, ofrece un alimento más: la tenia agavis, los "gusanos de maguey", una de las pocas plagas que atacan a esta planta. Por si esto fuera poco, el maguey se utiliza también para controlar la erosión de la tierra. Alexander Von Humboldt, en su Ensayo político de la Nueva España, reconoció que el maguey era la planta más útil que la naturaleza había concedido a los pueblos de la "América equinoccial".
La aparición de Los magueyes de Pablo O'Higgins es una celebración de la cultura que el maguey encarna. En el arte de O'Higgins su celebración va más allá de una forma de formas, de un tema, de una geometría; es la presencia multiforme, proteica, silenciosa, de una parte de la historia espiritual de nuestras tierras. Elena Poniatowska escribió hacia 1984:
''Combaten en hileras de cinco en cinco, siete veces cinco, sus puntas hienden al aire, las agujas rasgan, perforan, revientan el telón de fondo, azul y liso, cielo raso, manta de cielo. Primero extraordinariamente vigorosas y fuertes, el aguamiel va recorriendo la carnosidad de sus grandes hojas que terminan en drama; el puro filo de la navaja. El tiempo las va ajando, se retuercen, doblan la cabeza hasta que finalmente se rinden. Pablo los captó en todos sus momentos, desde su nacimiento hasta el alto grito amarillo de su flor a la hora de la muerte. Hombres magueyes, magueyes niños como la minúscula matita en la mano de Tina Modotti en el mural de Chapingo, magueyes matronas, magueyes ancianos a punto de desmoronarse, magueyes jóvenes cubriendo la superficie de México, protegiéndonos como un ejército verde que avanza al son del rítmico tam-tam pespunteando la tierra, pulsándola, clavándole cada tantos metros su dardo profundo que ha de desenroscarse grueso y envolvente, reptil de sí mismo, sus brazos tentáculos, extremidades que bajo el agua serían las de un pulpo gigantesco."
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Pocos son los cuadros de O'Higgins donde el maguey aparece como conjunto. En un óleo titulado Jacal los magueyes se unen en tropel y rodean la choza con una verde precipitación y fuerza de armas o soldados defensores; de una marea verde y aguda surge, parece nacer el jacal mismo. Hacia la parte central del cuadro, como diminuta flor blanca y roja en una de las pencas, una mujer sentada a la puerta se empequeñece bajo la gran altura de la choza y sugiere, por tanto, la magnitud del magueyal: el cuerpo humano es menor a la dimensión de cada una de las plantas. Tal estatura del maguey resalta en otros casos donde las mujeres llevan a cuestas un atado de leña; por los planos que maneja O'Higgins, las mujeres parecen entrar, penetrar, quizás retornar al interior de la planta majestuosa y elevada.
En una acuarela de 1973, La vereda del maguey, se encuentra una posible explicación de la recurrente trama plástica de esta planta en O'Higgins. Un hombre indígena vestido con camisa y pantalón blancos desciende por una pendiente azulada, que representa quizás un muro de piedra. En el primer plano un gran maguey extiende parte de sus pencas con un intenso color verde y franjas azuladas y está rodeado de otros muchos magueyes apenas bocetados con un color amarillo y blanco. La imagen sugiere que el maguey del primer plano está rodeado por llamas ondulantes que lo reproducen, lo celebran o lo sitian. Podríamos decir que la llamarada blanca y dorada tiene así un corazón de jade, un verde crepitar. Es decir, como si la más antigua forma del fuego, la materialización de la llama de la tierra hubiera quedado atrapada en la llama verde del maguey: un fuego detenido, condensado en la cortante y nerviosa danza de la planta.
Aparecen los magueyes en los cuadros, apuntes, dibujos, acuarelas de Pablo O'Higgins como cabezas multiformes o con el descalabro humano de la vejez, resistiéndose a morir, vuelto sobre sí mismo. También como una peculiar esfinge que entrega y plantea sus enigmas desde hace millares de años, ahí, en el paisaje, en el arte, en el campo real. O'Higgins los pone ante nuestros ojos, junto a caseríos y campesinos en la soledad de la tierra dónde él sigue contemplando el mundo verdadero, el mundo del que aprendió colores, trazos, fuerza, secretos. Es el arte de un mundo que la planta alimenta, que protege de la erosión, de la marginación, del hambre, la sed, el olvido. El enigma pródigo que el mismo mundo, con nuestra tierra, responde.