Usted está aquí: domingo 20 de febrero de 2005 Opinión C.

Bárbara Jacobs

C.

Me lamentaba de que nunca se me hubiera cumplido el deseo de ver completo el proceso de un libro -desde que lo recibe el editor en calidad de manuscrito hasta que aparece en librerías-, cuando encuentro, en un viejo armario, un "libro para niños" de José Antonio Millán (Madrid, 1954), con ilustraciones de Perico Pastor (La Seud'Urgell, 1953). Enemiga de los libros para niños, leí éste con entusiasmo y con nostalgia, pues en él es claro que los libros ya no se hacen como se hacían y que, por tanto, mi viejo anhelo se ha convertido en una frustración irreparable.

Oía (en The Actors' Studio) a Spilberg contestar una pregunta del público que sus personajes niños "se le dan bien" porque él no los trata como niños. Creo que es el caso de este volumen de Millán, titulado C. (El pequeño libro que aún no tenía nombre) y publicado en 1998 por el Círculo de Lectores en Madrid, pues yo, adulta de 57 años, lo leí con el interés y la curiosidad con la que lo leerán lectores mucho menores.

¿Cuál es el asunto? Que C., el protagonista, no podía crecer, ya que no contenía sino dos frases: "Erase una vez..." y "Fin", cosa ésta que lo preocupaba al grado de darse a averiguar en una biblioteca el porqué. Así que emprende la búsqueda de sí mismo y adelantaré que el suyo es un final feliz.

La historia que cuenta me hizo recordar al doctor Samuel Johnson cuando dice que la sabiduría consiste no tanto en poseer el conocimiento absoluto como en saber buscar lo que uno no conoce; me hizo preguntarme si el libro de Millán era también para adultos o si yo tenía mente infantil a la Spilberg. Llevaba horas intentando leer a Nietzsche; a Vasari; a Sciascia sobre Pirandelo sin avanzar; había vuelto a leer The Modern Movement, de Cyril Connolly, para dejar de estar sentada viendo el vacío sin tener del todo claro en qué consiste meditar cuando, de pronto, encontré y leí a Millán y volví a despertar. Ahora se lo debo a Millán, como en otra ocasión a una tela de araña que a mí, enemiga de los arácnidos, me maravilló. ¡Si puedo encontrar la belleza en la perfección de una telaraña, estoy viva! ¡Si puedo leer con interés un libro para niños, tengo la conciencia alerta!

Es muy necesario toparse con vibraciones que te hagan sentir el peso y el volumen de tu existencia, y debes atreverte a confesar que en la mayoría de las situaciones no son los grandes episodios sino los pequeños acontecimientos los que te zarandearán de tu inercia y te devolverán a la vida e, incluso, a la capacidad de contemplación.

Alguna vez visité un sanatorio siquiátrico y me escandalicé del estado de su biblioteca. No tenía sino libros técnicos y especializados que, comoquiera que sea, los pacientes difícilmente podrían leer y disfrutar. Mi desánimo fue tal que quise emprender la misión de crear una biblioteca para los internos pero, al comentárselo a un representante del personal, supe por qué mi sueño era imposible. "Apenas si se pueden concentrar", me dijo; "les da miedo internarse en la lectura, ya que sienten que se morirán en el intento."

Después de leer el libro de Millán, me atrevería a desafiar semejante comentario. No creo que haya mente, ni infantil ni enferma, incapaz de adentrarse en una lectura tan entretenida, moderna, divertida y didáctica como la que presenta C. De cualquier modo, me devolvió el deseo de organizar una biblioteca para el siquiátrico y proponer un experimento a las autoridades: si nadie lee nada de ella en un mes, cerrarla; o, en el otro extremo, encerrarme a mí en el hospital por ilusa, por no tener los pies en la tierra, aun cuando estuviera capacitada para leer la totalidad del contenido de la biblioteca.

Es muy difícil escribir un libro para niños. Y es más difícil escribir un libro para niños que un lector adulto asimismo pueda disfrutar, por lo que C. resulta ser bastante excepcional.

Me llama la atención que, a pesar de haber sido un libro que en Europa hubiera despertado interés, pues cuenta con varias rediciones y reimpresiones en España y ha sido traducido a otras lenguas, no sea un libro que se consiga en México. Yo lo propondría para las famosas bibliotecas de aula, lo leería en voz alta en los kínderes y en los salones de té, y no creería en un lector adulto que, tras haberlo leído, comentara que el libro lo aburrió y no tuvo nada que enseñarle.

En pocas palabras, me da mucho gusto haber entrado en tan buen contacto con C., de mi buen y viejo amigo José Antonio Millán.

 
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