Usted está aquí: sábado 12 de febrero de 2005 Política La provincia en el DF

Ilán Semo

La provincia en el DF

El término "provincia" ha entrado en desuso. Sus derivados elementales -"provincial", "provinciano"-, que sirvieron durante más de un siglo para fijar una semiótica de la denostación que hacía de la ciudad de México el centro de la nación, el único sinónimo viable de la cosmópolis y la fábrica autorredundante de los sueños de la modernidad, se han vuelto banales. Los orígenes de ese imaginario que entiende al país como un centro centrado en sí mismo y rodeado de periferias que lo siguen, emulan o padecen es remoto. Data incluso de la era colonial.

En la primera parte del siglo XIX cobra una estridencia colosal. "Federalismo" y "centralismo" son dos nociones vagas que apenas dejan entrever la intensidad de los enconos -y de sus formulaciones- que producen la violencia y la rapacidad del centro a la hora de enfrentar las ambiciones de una nación que exprese, en la esfera de la política, sus diferencias sociales, culturales e históricas. En 1848, con la invasión estadunidense y la impotencia de elites de la capital para cohesionar a la nación, ese imaginario parece desplomarse. Una ilusión pasajera. Los liberales se encargan de reanimarla y convertirla en la apoteosis de la peculiar versión que ostentan del progreso. Pero quien consuma la definitividad del centralismo es, paradójicamente, una elite de "provincia. El liberalismo de la segunda mitad del siglo XIX tiene en Oaxaca su sede más inconfundible de reclutamiento. Juárez y Díaz, que provienen en su juventud de la política indígena, asumen y consagran el elitismo de la urbe como nadie lo había hecho hasta la fecha.

Entre 1910 y 1920, son los revolucionarios de Coahuila los que dominan la política nacional. Madero y Carranza llenan de sueños y catástrofes el país. Ambos le temen a la ciudad. Y la ciudad acaba abandonándolos.

Los verdaderos vencedores de esa gesta son los sonorenses. Artífices de un grupo que surge de la historia militar y política de una región casi autista (más cercanos a la cultura fronteriza que a la ciudad) llegan a la capital para ruralizarla. Dirigen una revolución campesina y, en gran medida, la hacen triunfar como tal. Modernidad y tradición quedan confundidos a tal manera que surge un híbrido que dominará el país desde el horizonte de su ambigüedad: el nuevo Estado, que será corporativo, es una amalgama de mundos que le vedan habilidad para modernizar definitivamente el país.

A partir de los años 40, quien llega al poder es una suma de alianzas que se entretejen desde las regiones que colindan entre Puebla y Veracruz. No se ha notado el peso decisivo de ese grupo que surgirá desde el avilacamachismo en la conformación del desprecio a la "provincia" como ejercicio básico de identidad nacional. Un grupo que al igual que los sonorenses es todo menos urbano. Díaz Ordaz marca a su manera su fin y su estilo esencial de gobernar.

Desde los años 70, el poder nacional deja de tener una referencia regional. Que López Portillo provenga de Jalisco, Carlos Salinas de Gortari de Nuevo León y Ernesto Zedillo de Mexicali no tiene el menor significado para una manera de gobernar que se finca estrictamente en una experiencia que ha nacido y se ha consumado en la ciudad de México. Son los años azarosos del PRI. Los innumerables intentos de encontrar el rumbo que le aseguren la perpetuidad. Son también los años del fin y de la decadencia. Las elites urbanas dejan gradualmente de escuchar el país. Y de sus profundidades proviene el fenómeno de la transición.

Lo que comienza en 2000 nos retrotrae en cierta manera a los años 20. La "provincia" reconquista la capital. Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador, las antípodas conmensurables del primer sexenio de la alternancia, tienen algo en común: su origen data de los laberintos de la política más rigurosamente regional. Con pasos esporádicos por la política nacional, su mundo, cultura, lenguaje y horizontes son los de los laberintos respectivos de Guanajuato y Tabasco. Dos estados extremos. De una lado, la historia más resistente del clericalismo; del otro, la historia más brutal del jacobinismo. No hay medias tintas. En Guanuajato no existe el menor viso de lo que sucede en 1988 mediante la división del nacionalismo revolucionario; en Tabasco, el PAN no asoma ni siquiera como minoría de opinión. El empresariado guanajuatense es subsidiario desde los 80 del mundo trasnacional. La política tabasqueña, lo es de los últimos restos de lo que queda del echeverrismo. Dos estados estacionados en el pasado. Tal vez el conflicto entre ambos representa, en la macroescena del DF, la redición de esa historia que aparece súbitamente en el 2000, recordando que el país tiene ritmos muy diversos que los de la ciudad.

 
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