Festival de Jazz: tres cuartetos
El lunes por la noche se llevó a cabo la sesión de clausura del Festival de Jazz Ciudad de México 2005 con la presentación de tres estupendos cuartetos, encabezados por tres estupendos músicos. Un Auditorio Nacional lleno a reventar fue testigo de un concierto en el que se demostró más allá de toda duda que es perfectamente posible combinar estilos y temperamentos radicalmente distintos y obtener resultados de primera; el jazz da para eso y mucho más.
La sesión comenzó con la presencia del cuarteto que encabeza el formidable pianista cubano Chucho Valdés, fundador del legendario grupo Irakere. En su presentación, Valdés transitó "oficialmente" por el género conocido como jazz latino, pero dejó constancia de que la etiqueta le queda muy chica. Su extrovertida técnica y su fogosa expresividad, así como una variedad de gestos instrumentales que no ocultan su raigambre caribeña, permitieron a los escépticos eurocéntricos que todavía piensan en el pianoforte, convencerse de que sí existe tal cosa como el piano-afro, y que tal instrumento no podía estar en mejores y más poderosas manos que las de Chucho Valdés. A destacar, una sabrosa y fragmentada pieza con aires de guajira, preludiada y sazonada con episodios pianísticos deslumbrantes que, por sus embates técnicos y sus armonías aventureras y descabelladas, bien pudieran ser firmados con una sonrisa por Franz Liszt, Darius Milhaud o Bela Bartók.
Al final de su set, el pianista convocó a la cantante Mayra Caridad Valdés para realizar un breve pero candente homenaje a Consuelo Velázquez con Bésame mucho y cerrar con una sensual versión de Drume, negrita, de Grenet y Guillén, ambas cantadas con un mucho de jícamo y un mucho de spiritual.
El segundo cuarteto de la noche fue el del guitarrista Mike Stern, en cuya hoja de vida destacan importantes colaboraciones con talentos de la talla de Miles Davis, Jaco Pastorius y Michael Brecker. Si bien es cierto que lo fundamental del trabajo de Stern lo sitúa cabalmente en el ámbito del jazz, las piezas que ejecutó la noche del lunes apuntan hacia una amplitud de registro que por momentos trasciende las fronteras genéricas. Si las raíces de Chucho Valdés están en los sones y los tumbaos, las de Mike Stern están más firmemente plantadas en el blues, al menos en una región sustancial de sus composiciones. Y sobre este cimiento, el guitarrista ofrece en un extremo de su paleta sonora piezas que algunos catalogadores rigurosos definirían (incorrectamente, creo) como new age, y en el otro produce pirotecnia a seis cuerdas que raya en los límites del heavy metal. En medio, como es lógico, aparecen numerosos gestos y sonoridades que están de plano en el mundo del rock, lo que enriquece notablemente las posibilidades de Mike Stern y su cuarteto. Una de esas posibilidades es la de funcionar, de hecho, como un cuarteto con dos guitarras, ya que su bajista utiliza un bajo de seis cuerdas al que le saca todo el provecho posible.
Cerró la noche, y el festival, la pianista y cantante canadiense Diana Krall, acompañada de guitarra, bajo y batería, en una actuación deslumbrante y convincente. En días previos al concierto, algunos conocedores del jazz (que saben de esto mucho más que yo) mencionaron que entre los puristas recalcitrantes, Diana Krall no es muy bien vista debido a lo que se percibe como concesiones de su parte al gusto popular y una supuesta tendencia al lado light del jazz.
Declaro que la noche del lunes en el Auditorio Nacional no percibí nada de eso. Pianista muy competente y cantante con un estilo perfectamente definido y centrado en sus propios parámetros, Diana Krall parece ser una encarnación muy actual de algunos de los principios básicos del cool jazz. Como tal, maneja a la perfección una imagen cuidadosamente cultivada en la que destacan una cierta frialdad y un cierto distanciamiento. Detrás de este envoltorio, de esta cara pública, se percibe a una compositora e intérprete de gran refinamiento, con una particular intuición para las modulaciones más sutiles de su voz y su piano.
Entre los músicos que esa noche colaboraron con las estrellas Valdés, Stern y Krall, merece mención aparte el soberbio guitarrista Anthony Wilson, que brilló con fuego propio en el cuarteto comandado por la cantante canadiense. Si fuera necesario (no lo es, claro) elegir un momento singular de esta noche de excelente jazz, me quedaría con la melancólica, desolada versión de Diana Krall a su imaginario pero evocativo paseo por el Bulevar de los Sueños Rotos.