Las lecciones de Lunas
Lunas daba lecciones hasta cuando no estaba en el salón de clases ante sus inquietos y desinteresados estudiantes.
Un sábado quiso la suerte que yo saliera a caminar y lo vislumbrara, ajeno a que nadie, y menos uno de nosotros, lo estuviera observando o lo fuera a observar. Si él vivía en una carretera, ¿por qué viajó hasta el barrio donde yo vivo para llevar a cabo la actividad que lo sorprendí haciendo? Nunca lo sabré.
Aquella mañana me había despertado el canto del gallo del establo vecino que, por una asociación natural, intercambiaba su habla con el cacareo de una, o de su, gallina. Recuerdo que las voces de ésta me hicieron pensar en la cola de la risa de las señoras, una especie de conclusión sonora confundible con otra cola, igualmente audible, que sería la del llanto de las mismas señoras. Me eché encima lo primero que encontré, sin dar mayor importancia a mi vestimenta. Era una mañana de invierno en la capital y, si bien no helada, tampoco se podría decir que fuera ni siquiera templada. El frío se sentía y, al descorrer las cortinas, se veía. Era un día gris y ominoso.
Pero algo me había sacado de la cama que me llamó a salir a caminar, con el estómago vacío y, en cambio, con una curiosidad que no se daría por satisfecha fácilmente. El limpiabotas de la esquina ya había desplegado la silla para sus clientes, debajo de un techo acondicionado que protegiera ya fuera del frío, del sol, de la lluvia o del viento al ocupante. El mismo estaba sentado en su banquito a los nunca mejor llamados pies del sillón que esperaba al primer cliente de la mañana.
Abajo, a su lado, se distinguía con claridad un cajón donde se podía ver todo lo necesario para bolear zapatos: cepillos, trapos, tintas, ceras. También, el periódico del día, por si el cliente era taciturno y prefería leer que conversar. Yo conocía a ese lustrador de zapatos. Era muy conversador, y sus temas favoritos eran las películas nacionales de los años cuarenta, de lo que yo conocía menos que poco. Pero el hombre me caía bien. Usaba un sobretodo azul desgastado debajo del cual se distinguía una camisa blanca y limpia. El era viejo, y a mí me extrañaba, Dios sabrá por qué, que no fuera fumador. ¿Bebería hasta perderse los domingos a lo largo del día? Podría decirse que en su descanso ni quien tuviera el derecho de reprochárselo. El suyo no debía de ser un oficio variado y entretenido. El olor que ocasionaba debía de, por lo menos marear.
Lo cierto es que los acontecimientos de los que estoy hablando tuvieron lugar un sábado. No habían dado las ocho cuando yo divisé a Lunas encaminándose hacia el boleador. Y no habían dado las ocho y cinco cuando Lunas, que cargaba un costal, lo depositaba frente al limpiabotas. Me acerqué, cuidándome de ser descubierta. Presentí que algo iba yo a sacar de ese encuentro, por más insólito que pareciera el escenario como para hacer las veces de un salón de clases.
En efecto, no tardó Lunas en saludar al bolero ni éste en responder con un "Buenos días" amable, cuando mi maestro fue sacando del costal un par de zapatos tras otro hasta reunir unos seis o siete pares frente al lustrador. A medida que los sacaba, el boleador los tomaba en sus manos y asentía con la cabeza a la petición de bolearlos que Lunas le hacía. Por algo que no sabría explicar la escena me pareció sobrecogedora. ¿No tenía Lunas quien se los lustrara en su casa o cerca de la misma? ¿Por qué había viajado tan lejos para cumplir con una costumbre civil tan sencilla como ésa?
De pronto advertí que, mientras el boleador trabajaba, habían trabado una conversación. Me aproximé más a ellos y así fue cómo me enteré de que la víspera, según confiaba al trabajador, Lunas se había ido a despedir de un amigo suyo que estaba agonizando. "Y sabe, le dijo al lustrabotas, nos despedimos bailando juntos alrededor de su dormitorio." Imaginar a dos hombres mayores bailando al son de alguna pieza de su lejana juventud (¿de los años cuarenta?), me hizo sentir que era posible despedirse con tranquilidad de un ser querido, y la lección, aunque me hizo llorar, me reconfortó y, lo sé, alivió muchas penas vanas de mi corazón. Bastaba con que yo imaginara la muerte de algún ser querido para que me sobrecogiera el llanto, y, repito, Lunas me había dado una lección que sería tonto de mi parte echar en saco roto.