MAR DE HISTORIAS
La vuelta del emigrante
¡Va el golpe, va por'ai!
Sixto sube a la banqueta a tiempo para no ser arrollado. Mientras el diablero se aleja, él se pregunta si realmente estará caminando por Todosantos. Hace apenas ocho años que salió de aquí y ahora tiene que esforzarse para reconocer la calle: parece más angosta y sombría. Por un momento sospecha haberse equivocado y se detiene a leer la placa en una esquina: "Todosantos. Antes San Dositelo".
Atribuye su confusión al fatigoso viaje desde Oklahoma. Lo asombra pensar en la cantidad de kilómetros que recorrió de ida, en pos de un sueño; de regreso, en busca de un refugio en El Avispero.
Desde que se fue de México Sixto no tuvo ninguna comunicación con sus vecinos; sin embargo, recuerda con exactitud sus nombres y apodos. Lo intriga saber qué habrá sido del Rafa, La Señito, Maclovia, Lucha, Rodolfo, El Gorila, doña Bona. El recuerdo de la mujer opulenta y rubia lo excita y le provoca una sonrisa perversa:
¡Pinche güera! Fingía no verme asomado a la venta y se paseaba desnuda, moviendo las chichotas para calentarme. A ver si ahora como ronca duerme y se apunta con un cuiqui.
El perro flaco que huye de una amenaza lo lleva a pensar en Rambo y Killer. La posibilidad de que hayan muerto aviva su añoranza por las noches de su infancia en que subía con Rafa a la azotea para verlo adiestrar a los cachorros. Después lo conducía hasta el pretil para que oyera la forma en que, desde las alturas, insultaba a las muchachas:
Chaparrita, pst, chaparrita; mira mira lo que se me estira...
En un rápido balance de sus afectos, Sixto identifica a Rafael como su único amigo: él lo descubrió agazapado en un quicio, se condolió de su aspecto miserable y lo llevó con La Señito para que lo dejara vivir en uno de los cuartos de la azotea. Después lo presentó en el mercado y consiguió que el vendedor de coronas de muerto lo tomara como ayudante. Sixto es feliz al recordar que cuando su patrón se distraía, él sacaba de las ofrendas una flor para salvarla del triste destino que aguardaba a los otros nardos y azucenas: secarse en los camposantos.
Pese a la diferencia de edades, Rafa lo trató siempre con respeto y nunca le mostró curiosidad por saber lo que otros le preguntaban:
¿En serio no conoces a tus padres? ¿Qué se siente vivir en un hospicio? ¿Nadie quiso adoptarte? ¿Tienes hermanos?
Aborrecía sobre todo esta pregunta y espera jamás volver a oírla. Le recuerda su desesperación cuando vio que una señora tomaba de la mano a Joaquín mientras él permanecía en el locutorio del hospicio. Quiso saber adónde se llevaban a su hermano y no obtuvo respuesta. Su impotencia y su desamparo, convertidos en llanto, vencieron el adusto silencio de la madre Adelaida:
Aquí no podemos tenerlos a los dos. Da gracias a Nuestro Señor de que hayamos encontrado lugar para ti. Ya veremos si después hay manera de que te reúnas con él.
Sixto nunca volvió a ver a Joaquín y en cinco años sólo tuvieron dos breves conversaciones telefónicas: una desde el asilo en Lagos de Moreno, y otra desde una terminal:
Me escapé. Un señor que me vio haciendo talacha en la refaccionaria me dijo que puede llevarme a Tijuana para que le ayude en su negocio. Va a comprarme el boleto y todo. Nomás que sepa dónde voy a vivir, te hablo para darte la dirección.
La hazaña de su hermano lo llevó a interesarse más en las conversaciones de sus compañeros en el hospicio. De distintas edades, pelones, tiñosos, con las ropas muy estrechas o demasiado amplias, hartos de la sopa turbia que les servían las galopinas, sólo hablaban de de un tema: huir.
Las responsables del comedor eran dos "mayoras": Leopolda y Saturnina. Mientras servían cucharazos de comida en los tazones de peltre, eran capaces de advertir en la expresión de los huérfanos hasta el mínimo gesto de repugnancia:
¿No te gusta? Pues te quedas sin tragar hasta mañana. Lárgate al patio. A ver: si hay otro príncipe al que le desagrade la sopa, que levante la mano.
Una bocanada amarga inunda la boca de Sixto. Presiente el vómito, se acerca al arroyo y con la cabeza inclinada espera deshacerse de la carga que lo envenena. Con la manga de su chamarra se limpia el sudor que le empapa la cara y sigue caminando. En el zaguán de una vecindad descubre a una niña de pantalones entallados restregándose contra el cuerpo de un hombre. Incómodo por su presencia, el desconocido lo reta:
¿Se te perdió algo, pendejo?
Sixto niega con la cabeza y remprende la marcha. Lo asalta el deseo de regresar e interrumpir a la pareja para aclararle que sí perdió algo: su calle de la infancia, la calle con que soñó mil veces mientras permanecía en los campos extranjeros inclinado cortando, empacando, fundiéndose al rayo del sol, agrietándose al golpe de las ráfagas heladas. Por las noches, en el galerón compartido con otros 40 trabajadores, el cansancio le impedía dormir. Para hacer menos crueles las horas de insomnio, se imaginaba caminando por Todosantos.
Esa calle anhelada no se parece a la que ahora recorre. Las casas se convirtieron en edificios o en ruinas; donde había talleres y comercios, hay cortinas metálicas bajadas y remolinos de basura. La policlínica desapareció y se transformó en bodega de productos coreanos. El restaurante de don Luis cedió su espacio a una barra sushi. Del salón de belleza Malibú sólo queda el letrero.
Sixto se detiene para ver a los niños. Juegan en pleno arroyo, entre borrachos que hacen de su embriaguez una bandera, drogadictos que caminan como sonámbulos, ancianos harapientos que hurgan en los montones de basura, prostitutas que exhiben sus carnes y su hartazgo, vendedores que pregonan desde la angustia de su desesperanza.
Suspira aliviado cuando ve a lo lejos el letrero luminoso del hotel Cairo. Antes de emigrar trabajó allí como mandadero: subía cervezas y charolas de comida a los cuartos.
¿Qué estás mirando, escuincle puñetero? ¡Sácate ya!
Recobra el optimismo. Si está en pie el hotel, es muy posible que también lo estén la joyería Cleopatra y la fonda Beba's. Recuerda a la dueña corpulenta, chapeada, bigotona, caldosa. Así la apodaban los choferes que hacían talacha en plena calle.
El aleteo embozado de las palomas lo invita a detenerse en el atrio de Santa Brígida. La iglesia está idéntica a como la dejó, sólo que junto a sus puertas labradas ahora hay un niño que toca el violín y cuatro limosneros en vez de uno. Todos lo apodaban Garabato por el retorcimiento de sus brazos y piernas.
Cuando, antes de las seis de la mañana, Sixto salía para trabajar en el mercado, Garabato ya estaba en el atrio con la mano extendida. Muy tarde, de vuelta a El Avispero, lo veía en la misma posición y se cruzaba la calle para no soportar el olor que a esas horas rezumaba el cuerpo del mendigo.
Lo alegra la posibilidad de que Garabato haya muerto y esté libre de aquella brutal exhibición a cambio de monedas que de seguro beneficiaban a otro. La idea le despierta un odio ciego, infantil, hacia el desconocido explotador de Garabato.
Recuerda que un día antes de irse a Estados Unidos fue a la iglesia para rezarle al Cristo de las Maravillas. Le prometió que, en cuanto regresara, volvería a visitarlo y a llevarle un milagro de oro si lo ayudaba a encontrar a Joaquín. Se siente estúpido por haber alentado semejante esperanza.
Decide cumplir al menos la mitad de su promesa y entra en Santa Brígida. La nave está desierta. Elige la primera banca pero no sabe qué hacer. Oye pasos. Se vuelve y mira a un muchacho que va directo hacia el Cristo de las Maravillas. Adivina que el joven está a punto de irse al "otro lado" con la esperanza de conseguir trabajo y quizá también con el anhelo de localizar a un hermano del que hace muchos años no tiene noticias. Sólo la iglesia y la miseria no han cambiado en Todosantos.