Usted está aquí: domingo 6 de febrero de 2005 Opinión Al aquelarre

nRolando Cordera Campos

Al aquelarre

Podemos intentar la genealogía del conflicto, entre otras cosas para descubrir la racionalidad de los que hoy aparecen como enemigos mortales. Se puede, también, tratar de descubrir si el líder nacional del Partido Revolucionario Institucional aprendió a jugar bien a la mentirosa en su pueblo o en la cantina más cercana, y si es de esa técnica de la que al final depende la suerte del desafuero del jefe de Gobierno del Distrito Federal. Lo que no es posible es negar el peligro que corre en estos días el sistema político que mal emergió de la transición, y la levedad de las propuestas que hoy están en juego para sustituirlo o reforzarlo.

El desafuero se ha probado con los días como un enorme despropósito político y puede llegar a ser un desatino jurídico para meter al país en una gran crisis de Estado, como probablemente no la haya vivido nunca desde los años 20 del siglo pasado. Resulta difícil discernir si este juego al borde del barranco fue decidido racionalmente desde el poder constituido, pero lo que resulta indudable es que sus implicaciones son nocivas en extremo y de poco servirán al o a los ganadores si de lo que se trata es de gobernar el país a través del Estado y no sólo de apropiarse de los restos de un naufragio.

La responsabilidad inicial, fundadora podría decirse, radicaba en el juego de vencidas al que inopinadamente se dieron el Presidente de la República y el jefe de Gobierno del Distrito Federal. Si uno u otro jaló demasiado la liga de lo que de todos modos era todavía una guerra virtual destinada a volver realidad la fantasía corrosiva de la sucesión adelantada, será cuestión a dilucidar por los historiadores de la política de los años que vienen. Lo que ahora está sobre la mesa no es tanto si Andrés Manuel López Obrador se excedió en formas y verbo, ni si el Presidente compró sin más trámite la amenaza que el ascenso mediático del tabasqueño representaba no para la elección presidencial venidera, sino para su futuro y tranquilidad como ex presidente. Lo que está en cuestión ante el país entero es si el PRI es capaz de pensar y pensarse como un partido nacional y de gobierno, que quiere conducir un Estado plural y democrático, o si sus grupos dirigentes van a arriesgar lo más por lo menos y buscar un despeje instantáneo y brutal de la difícil ecuación que López Obrador le ha planteado a los priístas aspirantes, pero sobre todo a una cúpula dominante que se sueña oligarquía y sigue sin poder ser otra cosa que minoría rentista y consumidora de gadgets en San Isidro, Los Angeles o Houston.

La escena no es todavía la que corresponde al Poder Judicial, como lo han dicho unos políticos dedicados a sacar raja jurídica de sus posiciones políticas. Lo que está por resolverse corresponde a la política, porque es en su foro clásico y democrático por excelencia, en el Congreso, y en este caso en la Cámara de Diputados, donde tiene que decidirse si el juicio deja de ser político para volverse materia de los jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte. Oscurecer la ruta y el proceso, así como sus implicaciones para el precario orden social de la República, no puede sino redundar en la debilidad aguda de las instituciones que de todas maneras soportan la convivencia pública y el conflicto político y por el poder.

Veremos pronto de qué magnitud y calidad son los cálculos, las conjeturas y la ambición de quienes hoy buscan conformar una coalición que no sólo ponga orden sino gobierne por la vía de la dominación y no de la hegemonía a una sociedad que no encuentra punto de descanso ni plataforma amigable para imaginar y repensar su futuro. A lo que no hay que esperar es a hacernos cargo de que la política democrática y legal, comprometida vitalmente con la resolución pacífica de los conflictos, es de lo poco que nos queda como nación para sobrevivir y aspirar a mejores tiempos.

Caer en la provocación de quienes ven la política y el poder como privilegio de minorías autorreclutadas, que dejan la calle y el grito para los desposeídos de siempre, es no sólo aceptar la marginalidad política como destino para todo discurso popular y de justicia social, sino contribuir a poner a la República en la ruta más corta de su disolución.

No es la hora de los brujos, pero sí la de impedir un aquelarre que nos lleve a todos a la hoguera.

 
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