Adicciones y lavado en EU
La historia contemporánea de Estados Unidos está marcada por las adicciones. Si algún fenómeno social o cultural de la era moderna puede definir a importantes segmentos de esa sociedad es su endémica condición de adicta. Y entre sus adicciones favoritas figuran las drogas, sean legales o no. Esta caracterización explica múltiples secuelas negativas como la violencia de-satada en la frontera mexicana de la que tanto se queja, pero que es reflejo de nuestra debilidad institucional, retroalimentada por los impactos perjudiciales del fenómeno adictivo de Estados Unidos, cuyo sistema financiero es el principal blanqueador mundial de dinero ilegal.
Por múltiples razones y en proporciones fluctuantes Estados Unidos ha sido a través de su historia una nación con numerosos adictos y consumidores de sustancias ilícitas. Ya desde fines del siglo XIX se estimaba que había 3 millones de adictos al opio, que constituían 4 por ciento de la población. En 1900, según registros, se vendieron 3 millones 300 mil dosis mensuales de opio en Vermont. Tras la aprobación de la Harrison Act, en 1914, gobierno y sociedad comenzaron a estigmatizar el consumo de cualquier tipo de droga y el uso médico quedó estrictamente controlado. Vendría luego, la prohibición del alcohol, la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, periodos en los que es difícil rastrear cifras de consumo de drogas en Estados Unidos, cuyo gobierno comenzó a demonizar a naciones extranjeras a las que acusó de corromper a la ingenua sociedad local. Perdida la inocencia en 1970, el número de heroinómanos se calculaba en medio millón. Entre los estadunidenses 4 por ciento eran consumidores regulares de mariguana, porcentaje que se incrementó a 25 por ciento al final de esa década, es decir, 50 millones de individuos fumaban la hierba.
Recientes cifras oficiales muestran una disminución sustancial en el número de quienes consumen droga por motivos recreativos, aunque la cantidad de adictos sigue siendo alta. Por ejemplo, en la cúspide del consumo, a mediados de los 80, 12 por ciento de la población era adicta a una droga. En 2003, 25 millones fumaron mariguana y 6 millones consumieron cocaína, es decir, 8.6 por ciento y 2 por ciento de la población total, respectivamente, lo cual representa una disminución respecto a años anteriores. Sin embargo, en ese mismo año, 110 millones de individuos, que equivale a 40 por ciento de la población, admitió haber usado drogas al menos una vez en su vida.
Esta simpática afición se ha constituido en fuente inagotable de captación de recursos del sistema financiero que blanquea y capitaliza gustoso el resultado de las adicciones yanquis. La disputa por el dinero lavado por instituciones estadunidenses explica, como preludio al retorno de la certificación antidroga, el recurrente maltrato hacia nuestro país.
Cálculos del National Drug Intelligence Center, avalados por Raymond Nelly, subsecretario del Tesoro durante la gestión de Bill Clinton, estiman en 30 mil millones de dólares el valor de la droga anual surtida desde México para satisfacer las necesidades estadunidenses. De esos 30 mil millones, 4 mil millones permanecen en el sistema bancario porque el dinero de las drogas primero es lavado por sus instituciones para después, ya con buena reputación, ser transferido al exterior. Asimismo, el gobierno vecino evita mencionar que el total de recursos blanqueados anualmente en su banca, y que permanecen allá, es de 528 mil millones de dólares, producto de toda clase de actividades delictivas, no sólo del narcotráfico.
El monto ha sido calculado por el criminalista australiano John Walker, consultor para la ONU e investigador académico experto en lavado de dinero. Los 24 mil millones transferidos a México por la banca estadunidense son una mínima parte de esos 528 mil millones de dólares de activos de la banca producto de actividades ilícitas, según el modelo econométrico del especialista. Aunque la hipocresía discursiva gringa intente hacerlos aparecer como los "buenos de la película", la realidad los delata y en el fondo las ganancias derivadas del narcotráfico y el lavado de dinero son uno de los puntales del sistema capitalista. Sin esas ganancias, las economías de Estados Unidos y México se desestabilizarían.
Quizá sulfure al gobierno de Bush saber que 792 mil millones de dólares anuales primero son blanqueados en Estados Unidos y luego enviados a otros países. De hecho, 46 por ciento del dinero producto de actos criminales internacionales es lavado por el sistema financiero estadunidense. Una porción de ese dinero "sucio" sirve para la producción y comercialización de armas, fabricadas principalmente en Estados Unidos. Para decirlo con todas sus letras: la violencia inocultable que se produce en México, producto de las actividades del crimen organizado, se equipara con el armamento producido por los estadunidenses, que no han impedido, e inclusive han fomentado, el tráfico ilegal de armas. ¿De qué se queja Antonio Garza, si sus armas son las que se usan en los ámbitos de la violencia mexicana?
México requiere como nunca un acuerdo nacional para combatir el crimen organizado y sobre todo para negociar en condiciones de fuerza un acuerdo bilateral con Estados Unidos, país que apoya su fortaleza en sus debilidades. El problema es que las autoridades mexicanas no tienen los tamaños ni siquiera para hacer un diagnóstico objetivo, mucho menos para articular una política coherente frente al problema, pero, como dice El Puas Olivares, "ésa es otra historia".