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México D.F. Jueves 4 de noviembre de 2004 |
Cuatro años más de barbarie
El
triunfo electoral del Partido Republicano y de George W. Bush como presidente
de Estados Unidos es una tragedia de dimensiones planetarias y consecuencias
graves para todos los integrantes de la comunidad internacional, empezando
por la sociedad que decidió, contra el clamor mundial e interno,
darle un mandato para que permanezca otros cuatro años en la Casa
Blanca. A juzgar por sus antecedentes en el gobierno y por su programa,
el segundo cuatrienio del actual presidente implicará la profundización
de las desigualdades, una nueva ofensiva contra las libertades individuales,
más ataques a los programas sociales, el deterioro adicional de
la educación y la salud públicas, el incremento del desempleo
y un recrudecimiento de la intolerancia, la xenofobia, la paranoia, el
racismo, el fundamentalismo religioso y la corrupción que caracterizaron
el primer periodo del texano.
Por lo que hace al escenario internacional, el éxito
electoral de Bush va a traducirse en un reforzamiento del unilateralismo,
la arbitrariedad y el injerencismo, así como en nuevos bríos
para la tendencia a remplazar la diplomacia, la negociación y el
diálogo por la violencia, el saqueo colonial y la barbarie.
Debe enfrentarse el hecho de que, a diferencia de lo ocurrido
hace cuatro años, cuando el actual presidente se impuso en la Casa
Blanca en contra del sentido del voto mayoritario, auxiliado por un sistema
electoral anticuado y oligárquico, e impulsado por un fraude electoral
urdido en Florida por su hermano, el gobernador Jeb Bush, en los comicios
de ayer, que se desarrollaron sin irregularidades significativas y de manera
fluida, poco más de la mitad de la ciudadanía estadunidense
no puede llamarse a engaño ni alegar ignorancia. A pesar de la movilización
esclarecedora y sin precedente de artistas, intelectuales, activistas,
figuras del espectáculo, profesionistas, amas de casa, organizaciones
de base, internautas y muchos otros, esa mayoría ha votado,
ya con plena conciencia y conocimiento de causa, a favor de la guerra,
del autoritarismo y de la ley de la jungla, tanto en la economía
como en las relaciones internacionales. En esa monumental equivocación,
que legitima el horrendo rostro actual de Estados Unidos ante el mundo,
han confluido factores tan diversos como el voto del miedo, el chovinismo,
el primitivismo ideológico y los torcidos valores inculcados a los
habitantes del país vecino, a quienes se educa mayoritariamente
en la ignorancia del resto del mundo, en la omisión y la distorsión
de la historia y en la exaltación del darwinismo social más
descarnado.
Así pues, una mayoría de ciudadanos de la
superpotencia aprobaron, al elegir a Bush, el debilitamiento de la ONU,
la prolongación de la labor destructiva y depredadora de las fuerzas
de su país en Irak y Afganistán, el engendro de la guerra
preventiva, los cuadros oprobiosos y degradantes de Abu Ghraib y Guantánamo
y la violenta corrupción corporativa disfrazada de política
de Estado con el nombre de "guerra contra el terrorismo". Pero aprobaron,
también, la muerte de miles de sus muchachos en países remotos,
los renovados motivos de odio contra su país en múltiples
rincones del planeta, la claudicación de sus propios derechos y
libertades y los argumentos del terrorismo para atacar civiles inocentes.
Sin embargo, esa mayoría dista de ser aplastante
y abrumadora. Debe sopesarse el dato de que casi la mitad de los estadunidenses
fueron capaces de resistir más de tres años de propaganda
bélica patriotera en la que los grandes medios fueron cómplices
del poder político, campañas de intimidación y ataque
a las libertades, así como acciones de guerra sicológica
contra la propia sociedad del país vecino, y ayer salieron a votar
en contra del gobierno en turno. Aquellos que promovieron, en el propio
territorio estadunidense, la derrota de Bush, merecen el reconocimiento
y el aliento de la comunidad internacional. Por su parte, quienes votaron
contra Bush en silencio y al margen de activismos constituyen la otra cara
insoslayable de Estados Unidos.
No es vano recordar, a este respecto, que Bush fue el
candidato minoritario entre las mujeres, los negros, los latinos, los asiáticos,
los liberales y los moderados, los judíos y los católicos,
los menores de 30 años, los pobres, las parejas en unión
libre y los homosexuales y bisexuales. Fue, en cambio, el favorito de los
hombres, los anglosajones, los conservadores, los protestantes y evangélicos,
los mayores de 60 años, los poseedores de armas de fuego y los que
tienen ingresos anuales superiores a 50 mil dólares.
Esa radiografía de la elección habla de
una sociedad escindida en clases, grupos étnicos, sectores socioeconómicos
y grupos sociales vulnerables y dominantes, en la cual Bush representa
la hegemonía declinante, y cada vez más delirante, de los
blancos anglosajones y protestantes (el sector WASP, por sus siglas
en inglés); asimismo, Bush es la articulación entre los capitales
de Wall Street y los ámbitos semirrurales, provincianos y profundamente
reaccionarios del centro del país, ignorantes del acontecer internacional,
reacios a las influencias cosmopolitas del noreste y la costa del Pacífico
-regiones en las cuales predominó el voto para Kerry- y vulnerables
a las obsesiones más burdas sobre seguridad y sobrevivencia.
En medio de una guerra, Estados Unidos se presenta, pues,
como un país polarizado y dividido, circunstancia en la cual el
rechazo social a las estrategias económicas y fiscales, las políticas
sociales, las cruentas aventuras imperiales y los actos de corrupción
puede seguir creciendo hasta generar escenarios de ingobernabilidad en
algún momento del segundo periodo de Bush, sobre todo en la medida
en que los negocios del círculo presidencial, así como el
discurso "antiterrorista" y los dogmas morales ultraconservadores en los
que se condensa el apoyo popular a Bush, están teniendo un costo
terrible en vidas de jóvenes estadunidenses.
Los sectores sociales que se opusieron a un segundo periodo
del actual presidente tienen ante sí el desafío de convencer
al resto de la ciudadanía de que la principal amenaza contra la
seguridad, la vida y el bienestar de los estadunidenses se llama George
Walker Bush. Tal convencimiento es una posibilidad real y un objetivo alcanzable
si se considera que, a fin de cuentas, el pueblo estadunidense se encuentra,
junto al de Irak, el de Afganistán y muchos otros, entre los grandes
perdedores de la elección presidencial de este año. Cabe
esperar que los individuos lúcidos y de buena voluntad -que son
millones- no se resignen a soportar otros cuatro años de barbarie
bélica, económica, social y cultural; que el descontento
que impera en el país vecino desemboque en la cancelación
de los márgenes de gobierno de la mafia que controla la Casa Blanca
y que la pesadilla de la era Bush se colapse, como ocurrió con la
administración Nixon, por efecto de su propia torpeza, su corrupción
y su inmoralidad.
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