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México D.F. Sábado 16 de octubre de 2004

José Agustín/ I

Helena llena

Como un adelanto para los lectores de La Jornada, ofrecemos un pasaje de la nueva novela de José Agustín, Vida con mi viuda (Joaquín Mortiz). El fragmento fue seleccionado por el autor y se publica con la autorización de la editorial. José Agustín relata, en esta obra, ''la búsqueda del amor y de un erotismo pleno, revelador''.

Santa sentía un amor intenso y feliz por su hija Helena. Doña Lupe asistió el parto y desde que la recibió supo que la niña entendería todos los misterios. Es especial, le decía a Santa en voz muy baja, tiene la herencia de gente de saber de un país lejano, tu belleza y mis talentos, porque yo le voy a enseñar todo. A ver quién puede con ella después, agregaba, riendo, sin saber que a mí me tocaría el paquetito. Mi Santa suegra fue una madre per-fecta y no se enceló ni interfirió en las atenciones y cuidados especiales que Doña Lupe tenía con la niña, a pesar de que, y lo advertía claramente, la vieja curandera le daba un trato que ella, su propia hija, nunca recibió. En algún momento lo platicaron, porque nunca se quedaban con nada guardado, y Doña Lupe explicó que Helena tenía una ''clara vocación" para las artes y misterios de las plantas. Los niños santos le habían indicado que debía darle la instrucción total. Santa lo entendió al instante y experimentó una mezcla de alegría e inquietud. Eso la dejaba un tanto fuera, pero no le molestaba; le gustaba ver contentas a la abuela y a la nieta. Se entendían tan bien, a veces en español y a veces en zapoteco, jñaa bida, xiaga, ba'du, yaga. Además, Santa se bastaba a sí misma, no necesitaba nada porque tenía todo. A su manera contenía el universo entero.

Helena fue a la escuela del pueblo e hizo la primaria y la secundaria, pero desde antes en casa aprendió a reconocer todas y cada una de las especies, a saber para qué eran buenas, cómo prepararlas, en qué cantidades, qué efectos esperar y cómo incrementarlos o contrarrestarlos. Su abuela le enseñó infinitas combinaciones, a reconocer la toxicidad y peligrosidad, además de rituales o fórmulas verbales, a veces cánticos, para dirigirse a ellas. A los doce años la introdujo en el mundo de los venenos; hizo hincapié en que sólo debían usarse en condiciones muy especiales y nunca con malas intenciones. Helena aprendía con facilidad. Conforme creció, y se volvía una jovencita de gran belleza, aunque no tenía la perfección de su madre, era cada vez más experta en la brujería de su abuela, la antiquísima de los zapotecos que a su vez se cruzaba con la de los toltecas y los mayas. En verdad Helena tenía un talento especial, aprendía las cosas con rapidez, como jugando, y todo lo asimilaba. Niña, no atiendes, te estoy diciendo que necesito tu atención total y completa y absoluta para que entiendas bien esto, que no es nada fácil, por más que tú te creas muy lumbrera. Cuando menos lo esperemos va a venir alguien de la familia de mi padre a buscarme, replicó ella, sin que viniera al caso. Estás loca, ya les escribí y nunca respondieron, dijo Doña Lupe. Es lanza mi Helenita, pensaba la abuela después, con satisfacción, a la caída de la noche, cuando salía a la calle con una silla y se fumaba su puro de nicotiana rustica.

Doña Lupe daba consulta en las tardes, limpias al atardecer y veladas en las noches; en la mañana preparaba medicinas o recolectaba plantas. Atendía todo tipo de mal físico o metafísico. Lo que no sabía lo intuía en un relampagazo de inspiración. Muchas veces curaba con hongos alucinantes, los niños santos, que le hablaban con la atención especial que ella daba a su nieta Helena. Siempre fui la consentida de los niños, se ufanaba. De joven, durante varios años pasaba hongada días enteros; después ya no, pero en aquellas épocas comía uno o dos hongos en la mañana o los mordisqueaba a lo largo del día como si fueran galletas. Así, decía, siempre estaba de visita con los sagrados pero, aunque fuera espíritu, también sabía lo que pasaba acá, en las lágrimas del valle, lo que decía la gente, el pueblo, los árboles, el cielo, todo lo vivo, y te digo que todo está vivo, estamos parados sobre algo que hierve de existencia y además te puedes comunicar con eso. Te puedes comunicar con todo pero sólo si hace falta, no nomás porque se te da la gana. El control de Doña Lupe era tal que parecía en la más perfecta sobriedad, y es que en verdad lo estaba, incluso en las veladas especiales de la choza, donde comía veinte o más pares de hongos. Entonces irradiaba energía pura, parecía estar en todas partes y hablar desde muy adentro de la gente. Veía la base de los males. Cantaba, bailaba, recitaba, y a Helena le parecía que llenaba de luz toda la choza.

Había remediado casos incurables y muchos iban a verla, no sólo de Ayautla sino de otros pueblos. Si no fuera de carácter tan irónico e ingenioso sin duda la habrían santificado, pero ella decía: ''Para rezar el rosario mi hermana que se murió, ésa sí era Santularia, no pícara como yo." Luego llegaron los extranjeros, no tantos como María Sabina recibía en Huautla, pero sí varios, claro, como el joven doctor Wise, ah, y otros, europeos, gringos. Con eso, la gente del pueblo, que en el fondo no dejaba de mitificar al hombre blanco y barbado, la acabó de respetar y su autoridad moral fue indiscutible.

Doña Lupe dio a comer hongos a Helena poco a poquito. Pedacitos muy pequeños desde que tenía dos años. La cantidad aumentó gradualmente, sin sentirse, hasta que a los quince le administró una docena de pares frescos y grandes de psylocibe mexicana, los famosos hongos derrumbe, que por algo les decían así. Helena después contaba que la velada de ini-ciación le rajó la mente y la puso en contacto con los seres sagrados. Todo era como siempre había dicho su abuela: había un oasis de vacío en la nada, entre los universos, y los seres sagrados existían; Helena en efecto era un caso especial y el destino le deparaba pruebas extrañas. No auguraban buena o mala fortuna, ella tenía el poder y debería ''renovarse cada día y practicar la defensa personal a todas horas". Grandes, poderosas y terribles fuerzas podían llevarla a lo indeseable y, en el fondo, fatal. Pero era capaz de vencerlas.

Algo intangible, pero dolorosamente real, se abrió en la parte inferior del ombligo; fue algo casi físico, y ella intuyó que ésa sería su manera de estar abierta, como su abuela; algo había cedido y ahora podía abrirse y cerrarse, pero era difícil controlarlo. A veces hasta sentía que le entraban finas y filosas corrientes de aire hasta la matriz; dolían con sensualidad placentera. Tenía que vigilar lo que entraba y salía, pues en ello le iba la vida. Fue la primera vez que Helena verdaderamente se impresionó. Mi viuda se desprogramó y un tiempo parecía andar en la luna. Le dio por llevar las uñas largas y bien limadas. De alguna forma algo se desordenó y había que rearmar el rompecabezas. No sé por qué necesito un talismán, decía, como un ojo, un ojo, humano, de gente, que haya visto y conserve dentro todo eso que vio, y de alguna manera todo lo que hubiera podido haber visto que es todo lo que existe porque siempre está la posibilidad de que se pueda ver todo, Ƒo no? Sí, mamá, mira, como dice mi abuela: la flor. Hay una flor azul en el bosque que ve todo lo que existe, lo que fue y lo que será, esa flor es como un ojo, Ƒno?, y si la contemplas, ves lo que ella ve.

Al día siguiente resultó que Helena estaba enamorada de Alberto Santiago, un muchacho inteligente y locuaz, vanidoso como pocos, y cuyo padre, campesino y guerrillero del Movimiento Revolucionario de los Pobres, le heredó la misión romántica de cambiar al mundo. Eran amigos y se conocían desde siempre, estudiaron juntos y se llevaban muy bien. Una vez, en la escuela, ella dijo, enfáticamente, que él sería gobernador de Oaxaca y todos se murieron de la risa, menos él, claro, que le pareció muy bien. Pero las ideas o ideales de Alberto no le interesaban a Helena, él de repente le gustaba muchísimo. Hasta ese momento, los dulces quince años, jamás había sentido atracción alguna por los muchachos, el amor y el sexo; ni siquiera curiosidad. Ni siquiera se había masturbado. Sabía que varios la admiraban en silencio, con un inquietante respeto por su belleza y porque todos la sabían aprendiz aventajada de Doña Lupe, lo cual la colocaba en otro nivel, casi inaccesible, en una aristocracia del espíritu. Como además ella no parecía fijarse en nadie en especial, ninguno se atrevía a enamorarla y los que lo hicieron fueron desalentados tajantemente. Pero Alberto se volvió obsesión. Sí, le gustaba, y qué. Es más, de súbito decidió que era hora de dejar de ser virgen; con él conocería ese gran misterio de la vida del que hablaban tanto.

Primero se asustó al pensarlo, pero luego consideró que se trataba de algo fundamental, así es que, de cualquier manera, le pidió a Santa que le hablara del acto sexual. Su madre le dijo que era muy hermoso si se hacía con la persona adecuada; la primera penetración dolía pero bien pronto se volvía placer que aumentaba hasta el orgasmo, que era como morirse en medio del gusto, y después seguían otros, cada vez más intensos. Por su parte, a la misma pregunta Doña Lupe respondió que el acto sexual era una herramienta; el placer importaba, pero era mejor utilizarlo como fuente de conocimiento, manantial de la imaginación, catapulta para ascender, pago en especie, rescate emocional, medio de control y mil cosas más.

Helena me contó que desde segundo de secundaria preparaba un marras del amor cuando sus buenas amigas le suplicaban ayuda para conquistar a un chavo que les gustaba y que no les hacía caso o no mostraba ninguna iniciativa. A ella solita se le ocurrió. A ver. Damiana, tallos y semillas de nuez moscada destilada y filtrada por un cedazo; dosis, muy bajas, de raíz de toloache y de mandrágora, hojas de belladona, de coca, y además unas gotas de la sangre de quien pedía el coctel, llamado la Llamarada de Tlazultéutl en honor de la insoportablemente bella diosa del amor, que producía anhelos febriles. Las muchachas daban unas gotas al joven que querían y éste se intoxicaba de amor y de un imperioso deseo por quien estuviera con él. Era un afrodisiaco efectivísimo. Ellas, por su parte, se arreglaban, trabajaban en ser seductoras y se rociaban un perfume a base de anís y hueledenoche que también preparaba Helena. Y, claro, eran quienes estaban cerca cuando la Llamarada de Tlázul hacía sus efectos. Sin falla conquistaban al que querían. Eso sí, les costaba mucho trabajo contenerlos, porque ellos, encendidos, perturbaban mucho con sus persistentes erecciones. Varias de ellas acababan cediendo, a pesar de que no habían bebido la Llamarada de Tlázul, pero ésta de alguna forma impregnaba la atmósfera y afectaba a los que estuvieran cerca del enloquecido. El efecto, además, duraba. Después de la primera sesión, era común que las muchachas se asustaran, se encerraran y no quisieran ver a los emponzoñados. Ellos, desolados, ciegos, se emborrachaban y lloraban, y cuando estaban solos le aullaban intensamente a la noche para desahogar así una parte mínima de la urgencia de su condición de perro amarrado que percibe muy cerca el olor desquiciante de la hembra en celo.

Alberto, inmerso en su frecuencia de onda, no se daba cuenta de nada. Inteligencia, facilidad de palabra, rapidez de entendimiento y de análisis coexistían con torpeza y primitivismo de cavernario en la capacidad de percibir y expresar sentimientos. Helena había creído que con sólo ponerse enfrente, Alberto se arrojaría a ella, pero no fue así. Entonces tomó la iniciativa y lo buscó y halagó su vanidad tanto que lo dio a notar y motivó chismes en la secundaria, en la cual venían los exámenes finales y las grandes fiestas de graduación, pues la educación en Ayautla por lo general hasta ahí llegaba; para los estudios superiores había que irse del pueblo, y pocos podían, si es que llegaban a pensarlo.

Alberto no advertía nada. Trataba a Helena con afecto y familiaridad; de hecho, ahora con aire de suficiencia. Aquí tenemos al hombre de conocimiento en la Sagrada Labor de Instruir a la Ignorante. Leía mucho y prácticamente le contaba libros enteros a quien se dejara. Pero no veía el amor de Helena, quien por primera vez sentía lo mismo que sus amigas cuando le pedían la Llamarada de Tlázul. Alberto le platicaba sus planes para combatir a los caciques, para que haya justicia, libertad, de todo para todos, pues mientras más se da más hay, yo soy el que va a hacerlo, yo redimiré a mi gente, yo seré el Benito Juárez del siglo veintiuno, tengo la inteligencia, la fuerza y la cultura para hacerlo, estoy preparado y dispuesto a asumir mi responsabilidad histórica, voy a llegar alto, ya verás. Bueno, no todo eso era sólo fantasear, porque después fue presidente municipal de Ayautla, diputado local y federal, y gobernador de Oaxaca, pero en fin: se cumplió la profecía de Helena, a quien Alberto le tenía cariño en sus oscurísimas y apisonadas profundidades, pero no parecía darse cuenta de que el interés de ella no era precisamente por los discursos, bastante sosos y cargados de lugares comunes pero a fin de cuenta sinceros y apasionados, me decía Helena. A él sin duda lo que le importaba era tener tan bonito público para hablar de sí mismo.

Como Alberto no reaccionaba, y ella había decidido no ser virgen, Helena preparó la bebida una vez más, pero con la pésima suerte de que Doña Lupe la sorprendió en plena operación. Ni cómo ocultarlo. Lo peor fue que con el nerviosismo no supo si estaba haciendo bien la fórmula. Le dijo que era para una amiga enamorada y mal correspondida, pero la abuela en un instante sabía todo y lo que más le intrigaba era de dónde había sacado Helena ese compuesto, ella nunca se lo había enseñado. Además, Doña Lupe estaba furiosa porque algunas de esas plantas eran delicadísimas; su abuela o la abuela de su abuela las consiguieron quién sabe cómo y desde entonces las tenían, pero las plantas extrañaban sus tierras y no eran pródigas en los altos de Oaxaca; al contrario, había que prodigarles infinitos cuidados y eso hacía Doña Lupe, quien esa vez se llenó de sentimientos ominosos. Algo muy muy malo rondaba por ahí y por primera vez en su vida no tenía el más mínimo deseo de saber de qué se trataba. Tú sabes lo que haces, le dijo finalmente. Ni con todo el invierno metida en el temascal me quitaría de encima la hediondez que hay aquí, agregó. Y la dejó a su suerte.

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