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México D.F. Jueves 14 de octubre de 2004
En el juego, a diferencia de la política,
hay reglas claras y no existen indecisos
En Nueva York, la atención estaba puesta en
el beisbol y no en el debate Bush-Kerry
DAVID BROOKS Y JIM CASON CORRESPONSALES
Nueva
York y Washington, 13 de octubre. Caminando por Nueva York se notan
de inmediato los preparativos para un gran espectáculo, expectativa
que podría cambiar el humor de todos, evento con millones de espectadores,
como si algo pudiera suceder con implicaciones profundas para el futuro.
No, no se trata del debate presidencial final entre el presidente y su
contrincante demócrata que podría determinar quién
ocupará el puesto más poderoso del mundo, sino del clásico
enfrentamiento en la serie para el campeonato de la Liga Americana entre
los dos rivales más históricos en el mundo del beisbol: los
Yanquis de Nueva York y los Red Sox de Boston.
Pasión, entusiasmo, intensidad, furia y un vasto
conocimiento de información y estadísticas son distintivos
de los ciudadanos que observan esta rivalidad de proporciones na-cionales,
o sea, todo lo ausente en la pugna electoral. Aquí sí hay
claras diferencias entre los contrincantes, propuestas diferentes de cómo
se juega, visiones ofensivas y defensivas claramente marcadas, mucho más
que en el ámbito de la política.
Yanquis, el equipo más exitoso y reconocido de
las grandes ligas, está encabezado por un multimillonario tirano
que espera na-da menos que campeonatos como resultado de su inversión
en algunos de los mejores jugadores del mundo. George Steinbrenner, republicano,
no permite que sus jugadores tengan pelo largo y prohíbe barbas
y bi-gotes; el equipo es menos un conjunto colectivo que una colección
de superestrellas.
Los Red Sox, jugando bajo la sombra de la famosa maldición
de 1918, cuando enviaron a Babe Ruth a los Yanquis -desde entonces
jamás han podido ganar una Serie Mundial-, son lo opuesto: equipo
envidiado por su camaradería, con espíritu colectivo que
supera razas e idiomas, donde a ninguno se le permite comer solo, el humor
rompe ba-rreras y pretensiones y sus jugadores portan barbas, bigotes y
pelo largo.
De cierta manera, este enfrentamiento de-portivo se asemeja
al combate electoral entre los bien peinados de George W. Bush y los ejércitos
de mal educados que son hoy la parte más dinámica de las
fuerzas antipresidente (y en muchos casos pro John Kerry, pero sólo
por falta de opciones). Pero para los descontentos con todo, hay una gran
diferencia. Uno de estos dos equipos perderá esta tanda de hasta
siete partidos y el otro ganará el derecho de avanzar a la Serie
Mundial.
En el terreno político, no se sabe quién
ganará, pero sí quien perderá: los que desean la paz
y un cambio dramático en la política de dominio mundial estadunidense.
En las calles de Nueva York la atención de la mayoría está
en el beisbol. Lo otro, pues, pocos consideran a Kerry o a Bush como "su
equipo". Es una ciudad donde la tendencia del voto no está en duda
(ganará el demócrata), pero el resultado de la serie con
Boston sí.
Mientras los dos grandes concursos se realizan, uno en
el estadio de los Yanquis en el Bronx y el otro en un debate en Arizona,
llega un soldado de uniforme verde con cara tiesa. Lleva una carta en la
mano y toca la puerta de la familia Prevete, en Queens. Son malas noticias:
James Prevete, de 22 años de edad, fue muerto en Irak.
La familia estalla en llanto, los vecinos y amigos corren
a la casa para consolarlos. "Fue un buen hijo, un buen hermano. Murió
por nosotros", dijo un vecino al Daily News. Prevete fue jugador
de futbol americano en su escuela católica, después en Queens
Co-llege y luego decidió sumarse al ejército, hace sólo
ocho meses. Dejo una carta para que se entregara a su novia en caso de
que algo le sucediera, y pidió a su amigo que lo llevó al
aeropuerto para el viaje del cual no regresaría: "cuida a mi hermana".
Esto se ha repetido más de mil veces en varios
pueblos y ciudades del país, y no po-cas veces en la zona metropolitana
de Nueva York. Escenas de esa guerra se trasmiten diario, aunque casi nunca
hay imágenes de estadunidenses heridos o muertos. De vez en cuando,
en las calles de Nueva York uno se encuentra con soldados que regresan
para descansar antes de cumplir con sus órdenes de regresar para
"liberar" al mundo.
Son latinos, negros y blancos -la guerra no discrimina
y menos la muerte-, recién egresados de preparatorias o universidades,
casi todos de familias de pocos ingresos que aceptan las invitaciones de
los reclutadores que entran a sus escuelas (casi siempre en colonias pobres)
con promesas de educación y capacitación para una mejor vida.
Y cada vez uno se pregunta: ¿Regresará,
comerá otra pizza en la esquina, bailará en la discoteca,
besará a su novia? Son los "hé-roes" enviados desde Nueva
York a lugares desconocidos con órdenes de matar a todos los necesarios
para "salvarlos" del mal.
"Para ver reflejado el mundo hoy, no mires a los ojos
de un viejo profesor que dice poder explicártelo, mira a los ojos
de cualquier niño de 12 o 13 años", dice una maestra de primaria.
Ahí estarán todos los engaños, las traiciones a los
códigos de honor, las imágenes de otros niños, igualitos
que ellos, ensangrentados al otro lado del mundo en una guerra "interminable",
y el gran debate entre los candidatos de quien sería el mejor en
dar las órdenes para la guerra.
Todo esto en los ojos de los niños, y los políticos
insisten que es en nombre de ellos, para protegerlos, para educarlos mejor,
para garantizarles su "libertad". En las calles de Nueva York salen los
niños de 12 o 13 años de sus escuelas a las 15 horas, y al
parecer nadie les mira los ojos. ¿O será que nadie quiere?
Mejor oir qué dice el viejo profesor.
O tal vez es que miles de estos niños en esta ciudad
-de hecho, más de una cuarta parte- viven en la pobreza en la ciudad
más rica del mundo. Según cifras oficiales federales, 522
mil 782 menores de edad en esta ciudad -27.9 por ciento del total- duermen
con hambre cada noche (a escala nacional, 17.5 por ciento de los niños
son pobres, el nivel más alto en 10 años). Los servicios
de caridad para pobres reportan que hay más niños presentes
en las colas para recibir alimentos o en comedores para los indigentes.
Una swástica aparece sobre una tintorería
en la avenida Amsterdam y la calle 96, re-porta Dan Barry, columnista de
ciudad del New York Times. Varios se detienen ante el símbolo
de odio. Una asiática dice que va a orar, un negro empezó
a borrar la imagen con una tarjeta, una judía que pasaba rumbo a
su café dominicano favorito siente como si algo le hubiese golpeado
el pecho.
Como acto espontáneo, ya que era do-mingo y el
comercio estaba cerrado, varios se encargaron de borrar el símbolo
nazi. En lo que va de este año, el Departamento de Policía
tiene 226 casos criminales de "odio" en esta ciudad, y un tercio de ellos
está centrados de alguna manera con ese símbolo.
Pero hay buenas noticias. El Museo de Arte Moderno reabrió
sus instalaciones después de años de remodelación.
Por el gusto de ver las exhibiciones, la entrada costará 20 dólares
por cabeza. Ante las quejas de varios sectores, el alcalde Michael Bloomberg
respondió que hay cosas que no todos pueden darse el lujo de hacer.
El no está incluido entre esos, ya que Bloomberg es uno de los hombres
más ricos de Estados Unidos. Tal vez algunos niños pobres
puedan ver algo por las vitrinas mientras los que sí pueden gastar
20 dólares podrán revisar si el Guernica sigue allí,
con su interpretación de lo que ahora está grabado en los
ojos de los niños de Nueva York.
Tratando de distraerse y ver las cosas por otro país,
uno pone el noticiero mexicano que trasmite la cadena hispana Galavisión.
La voz e imagen de Joaquín López Dóriga llegan a Nueva
York, pero un comercial interrumpe todo y es obligado a regresar a este
país. Es un spot del Departamento de Seguridad Interna de
Estados Unidos: un viejo y una joven ven desde una colina una ciudad, y
se preguntan por qué los habitantes allá abajo no se dan
cuenta de que en cualquier momento algo podría ocurrir. La cámara
se aleja, y el televidente se da cuenta que los dos tienen alitas, son
ángeles, y el comercial concluye con la pregunta de si uno está
"preparado" para un eventual atentado terrorista.
En momentos como estos se entiende la abrumadora necesidad
de acompañar a unos niños a ver el combate de los colosos
del beisbol. Aunque los hot dogs le garantizarán dolor de
estómago, por lo menos hay reglas claras, árbitros profesionales,
todos los es-pectadores son iguales durante unas horas y cada uno sabe
por quién grita y por qué. Y hay héroes en cada partido.
Y los ojos de los niños, por un rato, registran algo que no en-gaña,
traiciona o mata. Y los jugadores, an-glosajones, caribeños, latinoamericanos,
ne-gros y hasta japoneses, son parte de un solo equipo, y si no juegan
juntos pierden.
Es ilusión, pero como dice la canción, la
vida nada vale si no se vive con una ilusión.
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