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México D.F. Lunes 11 de octubre de 2004
Carlos Fazio
Memoria y rebeldía
El 15 de octubre de 1974 la noticia dio la vuelta al mundo: había caído en combate Miguel Enríquez, secretario general del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) de Chile.
Dice Eduardo Galeano que cada uno entra en la muerte de un modo que se le parece. Algunos en silencio, caminando de puntillas; otros, reculando; unos más, pidiendo perdón o permiso. Hay quien entra discutiendo o exigiendo explicaciones, y hay quien se abre paso en ella a trompadas y puteando. Hay quien la abraza. Hay quien se tapa los ojos. Hay quien llora.
Miguel se metió en la muerte a tiro limpio. Desde el incendio de La Moneda, inmolado el presidente constitucional Salvador Allende, el dirigente del MIR se había convertido en líder de la resistencia armada a la dictadura militar y, por lo tanto, en la mayor presa del sádico coronel Manuel Contreras, discípulo del general Augusto Pinochet. El jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina) se había fijado como objetivo el aniquilamiento del MIR y quería la cabeza de Enríquez.
"Ahora le toca a Miguel", había dicho el Chicho Allende a su hija Beatriz cuando se desató la furia homicida sobre Palacio Nacional. El MIR estaba acuartelado desde julio. Tenía pocas armas para organizar la resistencia. El día de la conjura fascista, a las siete de la mañana, la comisión política se reunió en un local de la comuna de San Miguel para decidir qué hacer. Cerca de las 10, en una metalúrgica del cordón Vicuña Mackenna, Enríquez, Andrés Pascal Allende, Nelson Gutiérrez y el Bauchi von Schowen se reunieron con el dirigente socialista Carlos Altamirano. Las unidades operativas y las fuerzas centrales de los partidos de la Unidad Popular no habían logrado constituirse a tiempo. Los depósitos de armas estaban dispersos. Había soldados por todas partes, y era imposible pensar en repartirlas entre las masas populares.
Nelson y Andrés alcanzaron a distribuir algunos AK-47 entre militantes de los cinturones industriales de Santiago. Uno de los hombres del Grupo de Amigos del Presidente (GAP, la guardia personal de Allende) había logrado sacar algunas armas de la residencia de Tomás Moro. Entre ellas, varias subametralladoras T-1 que artesanos tupamaros habían fabricado en un berretín (refugio) de la resistencia, a orillas del Mapocho. Con Toño Sotomayor, jefe de los hombres del MIR en el GAP, comenzaron a retomar contactos, recomponer los regionales y frentes y a instruir sobre el trabajo en la clandestinidad. Se quedaron con armas cortas y algunas metralletas livianas. El resto las enterraron. "El MIR no se asila", fue la orden.
Antes del golpe, los miristas habían ocupado fábricas y fundos porque sabían que la vía chilena al socialismo y la revolución sin costo social no existen. No creían en la reforma agraria de los ricos y desconfiaban de los militares "legalistas". El reformismo renunció a la lucha por el poder, dijo el Bauchi. Y Chile fue una nueva Yakarta. En su parte de guerra, el general Palacios asentó: "Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto". "Los militares salvaron al país", declaró el golpista Eduardo Frei al ABC de Madrid. El fascismo criollo se entronizaba en la patria de Caupolicán, Manuel Rodríguez y Gabriela Mistral.
El 4 de octubre del 1974, Enríquez se zafó a tiros de una trampa de la Dina. Un día después el capitán Krasnoff, con 500 hombres de los grupos Halcón 1 y Halcón 2, armados hasta los dientes, llegó al refugio de Enríquez en la comuna de San Miguel. Dos compañeros lograron romper el cerco. Carmen Castillo, su compañera, quien estaba embarazada, cayó herida. También Miguel. El jefe del MIR resistió dos horas, pero murió acribillado.
En 1967, un 8 de octubre, había muerto en Bolivia el guerrillero argentino-cubano Ernesto Guevara. El Che puso todo de sí, absolutamente todo, detrás de las palabras. Igual que Miguel Enríquez y muchos combatientes que cayeron peleando por América La Pobre, aferrados a su "utopía". Como le dijo Carmen Castillo a Hugo Guzmán, no debemos caer en "el culto a la muerte" (La Jornada, 6/X/2004). Está claro. Pero sucede que figuras como Allende y Enríquez en Chile, o como el tupamaro Raúl Sendic en Uruguay, se mantienen vivos en la memoria social, colectiva. Son parte de la memoria viva popular. En ellos abrevan hoy quienes en nuestras patrias tributarias del imperio y sometidas al saqueo neocolonial resisten las políticas de Washington y a los regímenes entreguistas de siempre. Hombres y mujeres que en toda Latinoamérica están creando e inventando nuevas formas de organización y de pensar. De generar ciudadanía. Sin dogmatismos, sí. Y con nuevas ideas, "porque el mundo ha cambiado".
Dice Carmen que hoy, en Chile, existe una "cultura mirista". Es verdad. Como existe una "cultura tupamara" en Uruguay. Y ambas tienen que ver, también es cierto, con el zapatismo en resistencia del sureste mexicano. Con su šya basta! de 1994. Con la heterodoxia de los indígenas de la Lacandona. Con el pensamiento propio del EZLN y sus nuevas formas de lucha, superadoras de la inercia de las izquierdas latinoamericanas. Con su rebeldía para crear autonomías y construir poder popular, sin seguidismo de ningún tipo. Con el humor revolucionario.
Hoy, como ayer, hacer la revolución significa transformar la realidad. Pero la militancia es también una memoria de elefante. Por eso el 2 de octubre no se olvida. Como no olvidamos al Che, Tania, Camilo Torres, Marighela Fonseca, a la montonera Arrostito, a Enríquez, Santucho, al Inti Peredo, al Bebe Sendic y a todos los caídos en las luchas de liberación nacional. No olvidamos, pero no estamos tristes, porque requiere más coraje la alegría que la pena. A la pena, al fin y al cabo, estamos acostumbrados.
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