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P O L I T I C A
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México D.F. Domingo 19 de septiembre de 2004

Más de 9 millones de adolescentes no cuentan con servicios básicos o educación

Cubre desesperanza a jóvenes campesinos

A los 20 años las mujeres tienen el cansancio de una de 40; hay poblados que "anhelan un foco"

KARINA AVILES/I

Están todos "rompidos", como dice Tranquilino. Cumplidos los 12 años, 44 por ciento de ellos ya había dejado la escuela y a esa edad o antes, cuando su cuerpo era todavía más de niño pero su fuerza era suficiente para pastorear las bestias o agarrar el machete, 56 por ciento ya trabajaba. Tranquilino dice que son "hartos". En efecto, son más de 9 millones en el país que no tienen "ni un tantito" de futuro. Son los jóvenes que habitan en las zonas rurales de México.

Lo mismo en el noroccidente del país, en Nayarit, que en el surponiente, en los poblados de Veracruz, que en las muy escasas áreas rurales de la ciudad de México, los jóvenes se debaten en un presente borrascoso que no admite sugerencias promisorias de mejoría, pues, como dicen ellos, viven en "la oscuridad".

A estas horas, algunos aprenden a escribir su nombre, pero otros ya perdieron la esperanza de hacerlo. Unos trabajan en "la campesina" con todo y sus 30 pesos al día y sus callos que ya no caben en sus huaraches; otros se van a la pesca para que al cabo de horas y horas reciban 11 pesos por kilo de mojarra; los que tienen un pedacito de tierra siembran maíz que "nomás alcanza para sus papás y sus hermanitos".

La vida se les va en limpiar los cuamiles, acarrear agua para el burro, agarrar a los puercos para que no les "chinguen" la siembra, y cuando la tierra está pelona llega la hora de partir. Se convierten en albañiles, cargadores, vigilantes, obreros y en personas tristes que se van, expulsados de sus pueblos.

En general, sostiene Lourdes Pacheco, investigadora de la Universidad Autónoma de Nayarit (UAN), están abandonados porque "nos interesan más los incorporados que los excluidos". Sin embargo, son "los que sostienen al país, porque la agricultura recae en sus manos, porque son ellos los que se envenenan con los agroquímicos, los que siembran la tierra, los que se van a trabajar al norte y también son los que cargan el simbolismo de ese México mágico que es parte de nuestra cultura".

De acuerdo con el Consejo Nacional de Población (Conapo), en el país hay más de 30 millones de jóvenes y, de ellos, alrededor de 30 por ciento, 9 millones 151 mil 484, habita en localidades rurales. Más de la mitad, 51.2 por ciento, no tiene la primaria, 63 por ciento no cuenta con secundaria, 91.7 por ciento no estudió la preparatoria y 98.3 por ciento no tiene una carrera profesional, según datos contenidos en el Programa Nacional de la Juventud 2002-2006.

Sin casi nada más que su fuerza para trabajar, están repartidos en los 196 mil asentamientos rurales que hay en el país, totalmente marginados de los beneficios que regularmente acompañan a la población juvenil.

La Encuesta Nacional de la Juventud (ENJ) indica que sólo 0.2 por ciento de estos jóvenes tiene computadora, 0.1 por ciento cuenta con Internet, 0.7 por ciento tiene teléfono en su casa, y si de actividades culturales se trata, apenas 0.4 por ciento de los chavos y 0.9 por ciento de las muchachas ha tenido la posibilidad de participar en ellas.

Y aún así, aunque muchos de ellos viven sin luz eléctrica, dicen que por sus veredas, sus campos y montes no sube la tristeza.

"Andamos todos rompidos"

En los 20 minutos que dura el viaje en lancha, Helena, la hija de Felipa y Emeterio,

los lancheros, ni se mueve. La niña de 11 años parece una pequeña estatua cimentada en la proa del transporte que conduce a Potrero de la Palmita, en Nayarit. Desde la salida del embarcadero de Aguamilpa, Helena no pronuncia palabra. La lancha de motor -que es la única que circula a esta hora, las 11 de la mañana, en el río Lerma Santiago- pasa enmedio de gigantes verdes hasta que enfrente aparece otra gran montaña. Atrás de ella, como si jugaran a las escondidas, viven los huicholes de Potrero.

Al llegar a la ribera, Helena es la primera que baja para atorar la cuerda de la lancha. Ella y Felipa se pierden cuesta arriba, por el mismo camino en que sube y baja, en lomo de burro o carretilla, lo poco que llega a esta comunidad. Es un camino estrecho, con piedras que caen al agua tras ser pisadas y que no lleva muy lejos. Ahí, donde acaba, se queda Julián Vicente Salvador. El muchacho no puede ir más allá porque "con escuela te vas a donde quiera, pero yo no, porque no sé leer ni escribir".

Tiene 27 años y un hijo de 10, otro de ocho, uno de seis y otro más de un mes. Los grandes le enseñaron el abecedario y más o menos, a los 25, escribió su nombre por primera vez, porque "antes ni siquiera eso".

Julián y Plutarco, otro chavo con el que trabaja, acaban de llegar de la pesca. Todos los días, a las tres de la madrugada, salen en la chalupa del patrón para recoger el tendido de la tarde anterior. Les vaya bien o mal, les pagan 11 pesos por kilo de mojarra, lo que a la semana suma una ganancia de entre 300 y 350 pesos. Más que tener muchos peces en su red, Julián sólo pide que se disipen las tinieblas. Apenas ambiciona tener un foco: "Nos hace falta la luz, aquí andamos sin nada. Yo vivo en la oscuridad".

Después de subir la cuesta, la comunidad se ve cerca. Es un poblado donde viven 62 familias en casas con tejados de palma y de zacate. En la ramada, justo a la entrada, están todas las mujeres que, tras el arribo de la lancha, se ponen de inmediato a vender sus artesanías de chaquira; a un lado, cerca de la casa del comisario, se oyen las risas de una enjambre de niños y de algunos jóvenes que, mecate en mano, corretean a los puercos.

Detrás de una alambrada, Amado González de la Cruz, de 19 años, se entretiene con los cerdos que no se dejan agarrar. Esto y una cancha de basquetbol es lo único que tienen los jóvenes de Potrero de la Palmita para divertirse.

Los muchachos de por acá tampoco piden mucho para distraerse, a la mayoría les gustaría contar con una plaza para ir a platicar y tener luz eléctrica, pues de noche sólo se alumbran con los relámpagos cuando iluminan el cielo. Amado señala que no le interesa otro tipo de cosas: "Yo nunca he conocido el cine. Se me hace aburrido porque nomás te vas a sentar".

El joven trabaja desde los siete años y, relata su vida de los siguientes 12, "empiezo a machetear en abril hasta que se ponen buenos los elotes en octubre. Estoy en el mango de junio a julio y pesco en febrero. Tenemos un pedazo de tierra, pero como somos muchos, apenas nos alcanza pa' nosotros". Abajo de él están sus hermanos Marisol, Fernando, Mario, Juan, Inés, José Luis, Elvia y María Jesús. La mamá hace la chaquira, el papá los abandonó. Entonces, no le quedó otra más que dejar "el estudio, pero salí del tercero de la secundaria a los 18 años, en 2003".

Vicenta, una muchacha redonda y con su vestido lleno de colores, hubiera querido aunque sea tener el prescolar. Hace poco, aquí en la tienda Diconsa en la que trabaja sin pago, se volvió a acordar. Estaba en la ventana, que es el mostrador por donde despacha tres blanquillos y un poco de jabón, cuando vio que todos los niños salían de la escuela. Entonces le asaltó la pena, porque su máxima ilusión fue haber tenido un "padrino de kínder y de sexto".

En Potrero de la Palmita lo único que hay es un prescolar, una primaria, una secundaria, la comisaría, el albergue donde se quedan los niños de "más lejos", la clínica, y cuatro tiendas, pero tres "son de los mestizos y los que tienen lancha". Vicenta platica que come "la carne o el pollo, una vez a la semana; el doctor, nomás en la noche, porque visitan muchas comunidades; los maestros siempre tienen que faltar cuando se enferman y algunos son güevones".

Ella es nativa del Arroyo de Tescalame, el árbol que comen las vacas. Hace 23 años nació y le da mucha risa cuando escucha que es joven: "Yo soy viejita porque me canso mucho y me duelen los pies, ya tarde". Tiene 23 años, pero en ella el tiempo miente. Las horas que han pasado en su vida, entre "tortiar, lavar, enchaquirar, bordar, limpiar y hacer el lonche pa'l marido" delatan a una mujer a quien cualquiera pudiera calcularle no menos de 40 años.

Tranquilino Torres Silverio, el muchacho que es su esposo, dice que aunque aquí, en Potrero, "andemos todos rompidos", sí hay futuro: "puedes ser cocinera, jefe de albergue, barrer, ¿qué más podemos pedir?"

Los Calderos de la Noche

El Coyolillo "ya cambió mucho", dice doña Epifania. La anciana, de piel oscura y ojos verdes, ha sido testigo de muchas juventudes que a su paso sólo han logrado mudar de las casas de zacate a las de teja y, ahora, como un milagro, a las de colado. Transformaciones que para ella marcan la historia de este poblado veracruzano de afromexicanos.

"Cuando fueron haciendo las casas de teja vino el primer profesor. Fue en 1924. Se nombró Angel Flores, de Jalapa. Yo tenía siete años", recuerda. De eso ha pasado mucho tiempo y apenas hoy, casi un siglo después, salió el primer ingeniero del Coyolillo. Se nombra, como aquí dicen, Cleotilde Carreto Reyes, de 23 años.

Pero el gusto les duró poco, porque Cleotilde, una vez que se recibió, se fue a trabajar por el rumbo de Zongolica y el pueblo quedó igual. Por un lado la iglesia, tan pequeña que al levantar la mano se tiene la sensación de tocar la cruz de la torre; la farmacia La Fe que abre cada tercer día, a la hora que un señor con altavoz grita: "¡ya llegó el doctor, júntense mujeres!"; al fondo, el salón social con techo de lámina en el que se baila cada 15 días, las damas pagan 15 y los caballeros 30 pesos y, del otro lado, la miscelánea Lupita, en la que atiende la señora Celia.

Todo lo demás es casa de colado -aunque todavía hay de teja- y por allá arriba está la clínica en la que si paren dos mujeres al mismo tiempo "tienen que sacar a una para acostar a la otra".

Apenas hace dos meses el pueblo amaneció con una nueva. Gabriel Carranza Carreto, de 22 años, tomó el hacha; Cupertino Acosta, de 30, el arado; Pablo García Villanueva, de 27, el olote; Arturo, de 21, los botes; Julián López Carreto, de 18, un pedazo de manguera y, Heriberto Carreto López, de 15, un trozo de madera con alambres colocados como cuerdas.

El hacha se convirtió en un saxofón, el arado, en un teclado; el olote, en un micrófono; los botes, en una batería; el pedazo de manguera, en un güiro, y el trozo de madera, en una guitarra. Juntos son los Calderos de la Noche, los que dan conciertos con una pista de fondo a los del Coyolillo, los que todavía tienen la esperanza de ser jóvenes y los que acaban de perder a Felipe, la segunda voz del grupo, quien al no poder ser ni cortador de caña, ni de café, ni albañil, ni mecánico, ni chofer, se "fue incluido" entre los 18 chavos que el jueves "agarraron para Estados Unidos".

El Coyolillo se ha quedado sin 500 jóvenes en los pasados siete años, según la lista que lleva Gabriel, el creador de los Calderos.

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