VIAJE AL FILO DE LA NAVAJA |
13 de septiembre de 2004 |
El modelo de desarrollo seguido en México desde hace dos décadas luce agotado. Las condiciones externas que generaron el crecimiento en la segunda mitad de los años 90 difícilmente se repetirán. La inserción en las corrientes económicas internacionales rinde ahora cada vez menos dividendos. El país pierde atractivo para las inversiones y no se advierten medidas para instrumentar una estrategia alternativa. Roberto González Amador Finales de 1982. Se acaba el sexenio de José López Portillo y el país se encuentra inmerso en el desconcierto de una crisis que todavía no se expresa con toda su magnitud. El caricaturista político Rius, en un trabajo publicado esos días, capta el ánimo nacional: el bache económico del momento no es más que la continuación de los desajustes experimentados desde 1976, cuando el peso se devaluó luego de más de dos décadas de cotizarse a 12.50 por un dólar. Los baches se sucederían durante los siguientes 20 años de múltiples maneras, con mayor o menor severidad. Es ya un largo periodo de altibajos que han profundizado las dificultades y que han dejado como consecuencia un entramado que manifiesta la debilidad económica estructural para el crecimiento sostenido del producto interno bruto (PIB) y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población. Si, como se ha afirmado, México entró en la globalización por la puerta de la crisis de la deuda externa en la primera mitad de los años 80, los efectos de aquel episodio se notan aún, como los golpes en el rostro de un boxeador al día siguiente del combate, en la debilidad del aparato productivo, que sólo funciona a todo vapor y en unos cuantos sectores cuando es jalado por la demanda del mercado estadunidense, y en la anemia del sistema financiero. Lo mejor es ir por partes. En los últimos 20 años, la economía ha estado sujeta a un cambio estructural que la llevó de la dependencia esencial del petróleo a la exportación de manufacturas, en un marco de amplia apertura comercial y financiera. Ha pasado de un Estado que contribuía con más de un tercio del PIB a un aparato público que aporta ya sólo marginalmente al producto y de una economía regulada a otra con una intervención estatal apenas declarada, un tanto vergonzante. Según la sabiduría popular, "todo cambio es para mejorar", pero en el caso de México en las últimas dos décadas es probable que las abuelas se hayan equivocado. En este periodo, se ha instalado como verdad indiscutible, que todo lo que tenga que ver con insertarse en la economía internacional es bueno y positivo para el crecimiento. Auténtico triunfo de la retórica por parte de sus promotores, a partir de tal verdad se generaron grandes expectativas para el conjunto de la población, en específico para los grupos empresariales locales y para los estamentos del sector financiero nacional. La idea de que una nueva forma de inserción externa ahora sí llevaría al país al progreso y el desarrollo parece ahora que debe cuestionarse. Uno de los cambios más notorios emprendidos fue el relacionado con el papel del Estado en la economía. Aunque resulte reiterativo, es preciso recordar dos postulados básicos del llamado Consenso de Washington, el conjunto de recetas que las economías latinoamericanas siguieron a cambio de los planes de asistencia económica y financiera de los organismos financieros internacionales (principalmente el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo). Uno se esos postulados era la reconfiguración del aparato estatal y el otro la apertura al exterior. En el orden interno, el Estado mexicano procedió a la venta desincorporación, la llamaron los funcionarios del gobierno de casi mil 200 empresas públicas, por las que el fisco recibió 31 mil 500 millones de dólares. Para poner las cifras en perspectiva, tan sólo el rescate de la banca tras el colapso de 1995, ha costado 110 mil millones de dólares. En tanto, ha habido planes para salvar de la quiebra a empresarios que participaron en la privatización de los bancos, las carreteras concesionadas, los ingenios, puertos, aerolíneas, siderúrgicas. Estos son hechos que muestran la poca rentabilidad de las privatizaciones no únicamente en términos estrictamente financieros, lo cual ya sería suficiente, sino en términos del crecimiento económico, lo que ha significado un enorme y oneroso costo para las finanzas públicas. Ha sido una verdadera socialización de las pérdidas privadas, asunto insuficientemente asimilado por la sociedad. El fisco se tambalea, como hace dos décadas, en la cuerda floja, en una crisis estructural que, lejos de estar en proceso de superarse, tiende a profundizarse. Con ello se compromete a largo plazo la viabilidad de la economía en cuanto a su capacidad de generar mayor ingreso, mayor ocupación y bienestar general para la población, así como mejorar las condiciones de la rentabilidad de la inversión en las empresas. La segunda gran transformación de tipo estructural a que fue sometida la economía mexicana fue volcar la dinámica de la actividad productiva del ámbito interno al entorno externo. Fue parte de la reforma impulsada desde la segunda mitad de los años 80 en busca de insertar el país en las corrientes mundiales de los intercambios de mercancías y, fundamentalmente, en las corrientes internacionales de inversión. El objetivo de satisfacer la necesidad de capitalizar la economía que salía de la bancarrota y necesitaba de cuantiosos recursos para financiar sus desequilibrios de la balanza comercial y de pagos no se ha conseguido cabalmente. México procedió, a lo largo de estos 20 años, a liberalizar su balanza de pagos, a abatir las restricciones a la inversión foránea, a entremezclarse con las corrientes mundiales de tráfico de mercancías mediante la firma de tratados de libre comercio. Hoy se han firmado 23 de esos acuerdos, pero el realmente significativo es el pactado con el mercado más grande del mundo, Estados Unidos y Canadá, del cual no se han extraído las ventajas posibles. El hecho es que la diversificación de las relaciones económicas con el resto del mundo ha sido más que limitada: casi nueve de cada 10 dólares de exportaciones tienen como destino Estados Unidos. La economía mantuvo su dependencia de los flujos externos de capital, algo que hoy casi no se nota debido al peso adquirido por la captación de remesas familiares, calculadas ya en más de 14 mil millones de dólares anuales, y por los efectos cíclicos causados por los altos precios del petróleo, sobre todo en cuanto a los ingresos públicos derivados de Pemex. Por otro lado, la gestión del endeudamiento público interno y externo, que si bien se ha reducido como proporción del PIB con respecto a los altos niveles registrados en los años 80, depende en buena medida de una variable: las decisiones que se tomen en la Fed, el banco central estadunidense, sobre las tasas de interés. Los gobiernos de México en los últimos 20 años hicieron lo posible por convertir el país en uno de los destinos más apetitosos para la inversión extranjera. Era la forma de hacer frente a las añejas carencias de capital. Por lo menos hasta finales de los años 90 esa estrategia logró algunos frutos. El amplio proceso de privatización emprendido a partir de 1985 convirtió a México en uno de los principales receptores de inversión extranjera directa entre los países en desarrollo, con lo que se fortaleció la industria manufacturera de exportación. Las maquiladoras asentadas sobre todo en la franja norte del país suplieron la escasa generación de empleo. El crecimiento logrado entre 1996 y 2000, de 5.5 por ciento en promedio anual, permitió ocultar que la inserción en el exterior estaba acentuando una ruptura de las cadenas de producción en el mercado interno. La inserción externa se dio en buena medida a costa de una mayor fragilidad interna. Incluso el crecimiento de la economía entre 1996 y 2000 ocurrió a partir de dos factores que difícilmente se repetirán en el futuro, y no necesariamente como un efecto de ese modelo de desarrollo: la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1994 y el fin del ciclo expansivo de la economía estadunidense de la segunda mitad de los 90. A dos décadas la estrategia de vincular el desarrollo hacia el exterior luce agotada. En abril pasado, el Banco de México dijo que el país había dejado de ser atractivo para la inversión foránea y que la rentabilidad de las inversiones aquí no estaba garantizada. Al mismo tiempo, el surgimiento de China como potencia exportadora actúa como imán que aleja los capitales de México. La clase empresarial y financiera mexicana, que no se cansaba de aplaudir las reformas, ha sido suplida en gran parte por los grupos internacionales y del país que el legendario banquero Agustín F. Legorreta aseguraba hace 20 años que era controlado "por 300 familias" no va quedando sino el recuerdo. Ya ni siquiera se hacen los bailes de Blanco y Negro §
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