México D.F. Sábado 11 de septiembre de 2004
Gustavo Gordillo
Las cosas duran hasta que se acaban
La ley de hierro de la oligarquía expuesta por Michels decía que toda organización grande, como los partidos políticos, son gobernados invariablemente por oligarquías que se sirven a sí mismas antes que a sus miembros y menos aún que a los ciudadanos.
Hirschman, en uno de sus textos de mayor envergadura intelectual -Salida, voz y lealtad- especula en relación con la ley de Michels. Sugiere que para que un partido tome en cuenta a sus miembros, y por implicación a los ciudadanos, se requiere de un sistema de pocos partidos cuya distancia programática sea grande pero no insalvable.
Este es un de los puntos de partida para una de las más profundas reflexiones sobre el papel de la lealtad en la fortaleza y decadencia de las organizaciones. Hirschman reflexiona sobre los conceptos de voz y salida. El primero sería la manera típica de responder en organizaciones políticas cuando se está descontento con los resultados que ofrecen. Lo segundo opera típicamente en el ámbito económico: el desencanto del consumidor. Pero entre ambos términos hay una interacción porque la voz se potencia cuando existe una amenaza creíble de salida.
Pero el elemento crucial que añade nuevas dimensiones a esta interacción entre salida y voz tiene que ver con la lealtad. En principio la lealtad a un organismo aleja la salida y promueve la voz. La lealtad es mayor si se tiene la convicción de que su voz será escuchada sobre todo cuando existe descontento con la forma como el organismo se desempeña, sea porque el miembro en lo individual tiene influencia suficiente sea porque crea que otros harán posible la recuperación.
Un caso aún más complicado es cuando ese organismo es un bien público. Los bienes públicos tienen una característica básica: todos pueden consumirlos y de hecho nadie puede dejar de consumirlos a menos que abandone esa comunidad.
La política, suponemos -aunque cada vez se pone más en duda-, es un bien público. Significa que es también potencialmente un mal público. Se puede estar descontento digamos de un partido político, pero si se tienen ofertas relativamente diferenciadas existe una cierto mecanismo corrector. En este caso se presenta, como ocurre frecuentemente en las democracias, el transversalismo o el trasvestismo partidista.
También se puede dar el caso que el ciudadano está harto del sistema de partidos políticos. Tiene varias salidas creíbles, una de ellas abstenerse de participar en las elecciones. Esto afecta a los partidos, pero no demasiado porque se han acostumbrado en muchos países a sobrevivir con tasas relativamente altas de abstencionismo.
Pero un ciudadano abstencionista en las elecciones no quiere decir un ciudadano alejado de la política: puede ser miembro de diversas asociaciones cívicas. Este asociativismo fortalece la democracia -Tocqueville dixit-, pero paradójicamente puede mantener funcionando un sistema de partidos políticos poco representativo, es decir, defectuoso. Sin embargo, también puede tratarse de un ciudadano que renuncia a serlo. Se aleja simple y llanamente de todo quehacer público. Se refugia en su familia, por ejemplo.
ƑEn qué circunstancias esta sangría de ciudadanía se vuelve grave? Yo pienso que cuando se ha perdido el vínculo de lealtad. Es decir, cuando la persona que abandona la escena pública deja de importarle el daño que su salida inflige al organismo del cual se margina. Es decir, cuando deja de considerarlo un bien público.
La lealtad se robustece por una cierta dosis de autoengaño de los miembros leales. Autoengaño en el sentido de analizar con simpatía más que con rigor los síntomas de decadencia del organismo al que pertenece porque piensa que en el futuro se mejorará. Esa esperanza en el mejoramiento futuro depende de dos factores. Cómo se evalúa el desempeño anterior del organismo y cómo se evalúa a los operadores actuales del organismo.
El problema que tenemos en muchos países latinoamericanos es que tras haber pasado periodos largos y sin duda dramáticos de autoritarismo o dictadura, la evaluación del pasado respecto del sistema político es por lo menos muy polémica y divisiva. De suerte que el peso sobre la evaluación de los operadores actuales es todavía mayor.
Los operadores actuales se manejan en el contexto de un sistema que no tiene bien aceitados los mecanismos de autocorrección: la voz es fragmentada y las salidas son baratas. O a la mejor funcionan estos mecanismos, pero con un cierto retraso. Son como jugadores de póker que pagan por ver. Nada más que cuando abran las cartas, a lo mejor ya no hay nada que ver.
O como decía el filósofo de Güemes: las cosas duran hasta que se acaban.
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