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México D.F. Sábado 4 de septiembre de 2004

FORO DE LA CINETECA

Carlos Bonfil

Elogio del amor

¡QUE MANERA DE desvirtuar los títulos originales! Asestarle a Eloge de l'amor, película de Jean-Luc Godard, el título en español de Elogio de amor, es tanto como remplazar abusivamente Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, por un muy parco e inexpresivo Elogio de locura. La cinta, fuertemente discursiva, sugiere un ensayo o un tratado filosófico sobre la pasión amorosa. Al menos en un primer tiempo, cuando el director Edgar (Bruno Putzulu) pretende realizar una obra de teatro, una ópera o una película sobre las cuatro fases de la alquimia sentimental (encuentro, pasión, separación, reconciliación), vistas a través de tres edades (juventud, madurez, vejez). El proyecto se abandona muy pronto y Godard elige uno alternativo: revertir el orden cronológico, y contar una historia, varias historias, a través de la mirada de Edgar, y presentar la desaparición de una enigmática Berthe (Cécile Camp), la joven elegida por Edgar para su proyecto, y remontar, en un orden cronológico inverso, hasta el momento, dos años antes, en que él la conoce en una costa bretona mientras explora la biografía de dos viejos combatientes de la resistencia francesa, amigos del historiador Jean Lacouture. La cinta se divide claramente en dos partes: el tiempo presente, que transcurre en París y aparece magníficamente fotografiado en blanco y negro, y el tiempo del recuerdo, en una Bretaña de colores saturados, homenaje a la pintura expresionista.

ELOGIO DEL AMOR deviene menos un tratado sobre el amor y más una reflexión sobre la memoria histórica, sus contratiempos, sus victorias, sus miserias, y sobre la mirada humana y su degradación luego de imponerse la tiranía de los medios, en particular, la televisión. Vitrina, almanaque, inventario ya característico de citas literarias y filosóficas ("La medida del amor es amar sin medida", San Agustín; "¿Cómo ser feliz con ese infeliz?", Louis Jouvet), la cinta de Godard desconcierta por su deambular caprichoso por las referencias cruzadas de siempre, Bresson y Picasso, De Gaulle y Simone Weil, y muchos otros más, en una rotonda de nombres ilustres, pero al tiempo que desconcierta consigue fascinar con su poderío visual, inagotable. Una vez más las imágenes, vigorosas en su edición dislocada, siempre hipnotizantes, desplazan a un segundo plano buena parte del texto y sus reiteraciones. Godard vuelve a filmar París, casi 40 años después de Masculino femenino, y el blanco y negro evoca a Cartier Bresson y a Brassaï, mientras el color propone, en la segunda parte, la exploración de un rostro y en él los estragos de la vejez, el desgaste emocional, "el miedo a decaer", la pérdida de la lucidez y de la perspectiva crítica. Hay al mismo tiempo una defensa de la memoria, y su poder de persistir, incluso cuando se ve amenazada por la cultura de consumo de un país sin mucho pasado y sin un nombre propio, deseoso de procurarse la Historia ajena y sus historias en proyectos como filmar la biografía sentimental de una pareja de ancianos y sus desventuras en la segunda guerra. Todo al estilo de Spielberg y su Lista de Schindler, como una falsificación, o una verdad a medias, sin mayor complejidad ni visión crítica.

LA CINTA DE Godard es, visual y narrativamente, el reverso de ese modo espurio de capturar y comercializar la memoria colectiva. Elogio de la imagen, el director de Sin aliento y El desprecio ofrece aquí una de sus obras de mayor lirismo, con la incontinencia verbal que le conocen sus seguidores y sus detractores, y las simplificaciones a las que a menudo recurre su visión política, pero con un dominio total, cada vez más subyugante, de sus técnicas expresivas. Una lección de cine.

LA CINTA SE presenta hoy y mañana en la sala 2 Salvador Toscano de la Cineteca Nacional.

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