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México D.F. Miércoles 1 de septiembre de 2004 |
El candidato de la muerte
En
medio de una ola sin precedentes de protestas y manifestaciones de repudio
emprendidas por una nutrida representación de la sensatez y la decencia
estadunidenses, el Partido Republicano postuló ayer oficialmente
al actual presidente, George W. Bush, quien comenzará de esta manera
su campaña formal para tratar de permanecer en la Casa Blanca por
un segundo periodo. La palabra natural podría ser "relección",
salvo por el hecho de que hace cuatro años Bush no fue propiamente
elegido, es decir, votado por la mayoría de los ciudadanos, sino
designado al cargo mediante un procedimiento turbio, y después de
unos comicios tan plagados de irregularidades como los que suelen realizarse
en las naciones de mayor atraso político y democrático. El
presidente estadunidense empieza a buscar un segundo cuatrienio, pues,
en forma semejante a como inició el primero: en medio de impugnaciones
y expresiones de repudio.
Sin embargo, si en 2000-2001 los disensos se referían
únicamente al desaseo comicial que culminó con la imposición
del texano en la Casa Blanca, las protestas de hoy tienen mucha más
sustancia: apuntan a impedir la continuación de una presidencia
que, en lo interno, ha sido ineficiente en lo económico, insensible
en lo social, autoritaria en materia de libertades civiles y violatoria
de los derechos humanos, y que se ha proyectado a la escena internacional
como un factor de destrucción, rapiña, guerra e inestabilidad
planetaria.
Si los primeros nueve meses de la administración
actual estuvieron marcados por la ineficiencia y la mediocridad, el gobierno
estadunidense halló una razón de ser y un programa en los
atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. En vez de responder
con medidas inteligentes y hasta eficientes de combate a las organizaciones
terroristas que perpetraron esos ataques criminales, el gobierno de Bush
decidió adoptar el terrorismo como política de Estado y como
instrumento para servir los intereses económicos evidentes, aunque
inconfesables, de la mafia empresarial de la que forma parte. Con los pretextos
de vengar a las víctimas del 11 de septiembre y de fortalecer la
seguridad nacional de Estados Unidos, Bush y los suyos han destruido Afganistán
e Irak, han diezmado las respectivas poblaciones de esos países,
han enlutado a miles de hogares estadunidenses, han atropellado la legalidad
internacional, han causado a la ONU un daño incalculable, han confrontado
a aliados tradicionales de Washington, han violado los derechos elementales
de miles de personas secuestradas por las soldadescas ocupantes y han sumido
al mundo en la zozobra, la incertidumbre y la violencia.
Bush recibió el gobierno de Estados Unidos con
un prestigio y una autoridad moral que hoy son mero recuerdo. La imagen
de imperio civilizado que se construyó durante los dos periodos
de Bill Clinton ha sido remplazada por la de una máquina aullante
e incendiaria sin más propósito que incrementar, mediante
la demolición de países enteros, las ganancias de los accionistas
de Halliburton y otras corporaciones vinculadas a los clanes de Bush y
Dick Cheney.
En el ámbito interno Bush ha arrasado la política
social, ha acabado con programas de apoyo a las minorías, ha inducido
una severa regresión educativa, ha favorecido a los más ricos
en detrimento de los más pobres, ha puesto bajo cerco las libertades,
ha acosado a los activistas sociales de todo signo y ha impuesto en casi
todos los ámbitos de la administración federal un asfixiante
sello de vulgaridad e ignorancia.
En su repudiada convención de Nueva York, el Partido
Republicano optó ayer por otorgar su respaldo a los afanes de ese
hombre por permanecer otros cuatro años en la Casa Blanca. Cabe
esperar que una gran mayoría de votantes en el país vecino
tenga la lucidez para poner fin, de manera contundente (para que no haya
margen de maniobras fraudulentas como hace cuatro años) al régimen
de Bush. Ello no implica que John Kerry sea precisamente un aspirante deseable
ni que vaya a ser un buen presidente, pero Bush es, a todas luces, el candidato
de la muerte, del egoísmo y de la necedad.
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