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México D.F. Domingo 29 de agosto de 2004

Tomás Eloy Martínez

El cantor de tango

Septiembre 2001

Buenos Aires fue para mí sólo una ciudad de la literatura hasta el templado mediodía de invierno del año 2000 en que escuché por primera vez el nombre de Julio Martel. Poco antes había completado los exámenes de doctorado en Letras en la Universidad de Nueva York y estaba escribiendo una disertación sobre los ensayos que Jorge Luis Borges dedicó a los orígenes del tango. El trabajo avanzaba despacio y desorientado. Me atormentaba la sensación de estar llenando sólo páginas inútiles. Pasaba horas mirando a través de mi ventana las casas vecinas del Bowery, mientras la vida se retiraba de mí sin que yo supiera qué hacer para alcanzarla. Ya había perdido demasiada vida, y ni siquiera tenía el consuelo de que algo o alguien se la hubiera llevado.

Uno de mis profesores me había aconsejado viajar a Buenos Aires, pero no me parecía necesario. Había visto cientos de fotos y películas. Podía imaginar la humedad, el Río de la Plata, la llovizna, los paseos vacilantes de Borges por las calles del sur con su bastón de ciego. Tenía una colección de mapas y guías Baedeker publicadas en los años en que salieron sus libros. Suponía que era una ciudad parecida a Kuala Lumpur: tropical y exótica, falsamente moderna, habitada por descendientes de europeos que se habían acostumbrado a la barbarie.

Aquel mediodía me dispuse a caminar sin rumbo por el Village. Había tropeles de muchachos en el Tower Records de Broadway, pero no me detuve como otras veces. Guardad los labios por sí vuelvo, pensé decirles, como en el poema de Luis Cernuda. Adiós, dulces amantes invisibles,/ siento no haber dormido en vuestros brazos.

Al pasar frente a la librería de la universidad recordé que quería comprar desde hacía mucho los diarios de viaje de Walter Benjamin. Los había leído en la biblioteca y me había quedado con las ganas de subrayarlos y escribir en los márgenes. ƑQué podrían decirme sobre Buenos Aires esos apuntes remotos, que aluden a Moscú en 1926, a Berlín en 1900? "Importa poco no saber orientarse en una ciudad": ésa era una frase que yo quería resaltar con tinta amarilla.

Los libreros suelen colocar las obras de Benjamin en los estantes de Crítica Literaria. Vaya a saber por qué las habían desplazado al otro extremo del local, en Filosofía, junto a los pasillos de Estudios sobre la Mujer. Mientras caminaba derecho hacia mi destino, descubrí a Jean Franco examinando en cuclillas un libro sobre monjas mexicanas. Se me dirá que todo esto no tiene importancia y en verdad no la tiene, pero prefiero no pasar por alto el menor detalle. Miles de personas conocen a Jean y no hace falta que repita quién es. Supo que Borges iba a ser Borges antes que él mismo, creo. Hace 40 años descubrió la nueva novela latinoamericana cuando sólo se interesaban en ella los especialistas en naturalismo y regionalismo. Yo la había visitado apenas un par de veces en su departamento del Upper West Side, en Manhattan, pero me saludó como si nos viéramos todos los días. Le conté a grandes rasgos cuál era el tema de mi disertación y creo que me enredé. Ya ni sé cuántos minutos estuve tratando de explicarle que para Borges los verdaderos tangos eran los que se habían compuesto antes de 1910, cuando aún se bailaban en los burdeles, y no los que aparecieron después, influidos por el gusto de París y por las tarantelas genovesas. Sin duda, Jean conocía el asunto mejor que yo, porque sacó a relucir algunos títulos procaces que ya nadie recordaba: Soy tremendo, El fierrazo, Con qué trompieza que no dentra, La clavada.

En Buenos Aires hay un tipo extraordinario que canta tangos muy viejos, me dijo. No son ésos, pero tienen un aire de familia. Deberías oírlo.

A lo mejor en Tower Records puedo conseguir algo de él, respondí. ƑCómo se llama?

Julio Martel. No puedes conseguir nada porque jamás ha grabado una sola estrofa. No quiere mediadores entre su voz y el público. Una noche, cuando unos amigos me llevaron al Club del Vino, entró en el escenario rengueando y se arrimó a una banqueta. No puede caminar bien, no sé qué tiene en las piernas. El guitarrista que lo acompañaba interpretó primero, solo, una música muy rara, llena de cansancio. Cuando menos lo esperábamos, soltó su voz. Fue increíble. Quedé suspendida en el aire y, cuando la voz se apagó, no sabía cómo apartarme de ella, cómo volver a mí misma. Sabés que adoro la ópera, adoro a Raimondi, a la Callas, pero la experiencia de Martel es de otra esfera, casi sobrenatural.

Como Gardel, arriesgué.

Tenés que oírlo. Es mejor que Gardel.

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