México D.F. Lunes 2 de agosto de 2004
León Bendesky
Al margen
Los días de gloria ya pasaron. A principios de la década de 1990 el gobierno mexicano negociaba un ambicioso plan de reforma económica en el marco de un acuerdo que llevaría al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Ese activismo en materia de política comercial creaba una forma limitada de integración regional con Estados Unidos y Canadá que ponía al país, cuando menos en el papel, en la escena internacional. Se trataba de poder participar de modo más eficaz en uno de los mercados más grandes del mundo.
De esos días de gloria que hicieron pensar al entonces presidente Carlos Salinas que su futuro en la política mundial estaba abierto no queda gran cosa. Del TLCAN no se han obtenido los resultados beneficiosos que se esperaban para la economía y menos aún para la sociedad mexicana.
Aumentó, sí, el volumen del comercio exterior, pero las exportaciones requieren de un alto contenido de importaciones, el valor generado internamente es muy reducido, la estructura productiva se debilitó fuertemente y sectores enteros están en los huesos; el mercado interno no se vinculó con el impulso que debía generar el sector externo y no existen medidas de fomento que puedan llamarse en serio política industrial.
La productividad de la economía mexicana se rezaga de modo continuo, según consta en los indicadores internos y aquellos que se producen en los organismos internacionales. La evolución de la actividad productiva depende de modo grosero de la demanda de bienes manufacturados en Estados Unidos y es presa de la competencia de otras naciones, como ocurre con el caso de China y hasta algunas de América Central. Hoy las ventajas del TLCAN y del acceso al mercado estadunidense son cada vez más limitadas y tienen menos capacidad de arrastre. De Canadá, la verdad sigue sin saberse nada y el intercambio comercial y las inversiones son muy reducidos.
Hoy prácticamente nadie puede hacer una evaluación positiva de los resultados generales de la reforma del régimen de comercio. El señor Salinas pasó de la euforia al aislamiento; del entusiasta secretario Jaime Serra y del flamante negociador principal Herminio Blanco ya nadie se acuerda. A Ernesto Zedillo, a quien tocó la primera fase de funcionamiento del TLCAN, se le recuerda por la crisis financiera de 1995 y por el fiasco del salvamento del sistema bancario.
Este gobierno ha seguido con la tendencia a la degradación de la política comercial del país y no sólo eso, sino que la ha sumido en una profunda oscuridad, hoy incluso de la mano de la política exterior, que no puede ser ajena a la diplomacia económica.
México no pudo adquirir con el activismo de las reformas económicas iniciadas hace más de un decenio una relevancia en las negociaciones y las demandas de las naciones en desarrollo en cuanto a las condiciones que rigen al comercio mundial. El país se ha marginado, a pesar de la posición estratégica que debió haber adquirido en la región de Norteamérica y lo que eso debió significar en relación con el resto de América Latina.
La marginación ha sido muy patente en los años recientes no sólo en la relación con Estados Unidos, donde la pasividad es notoria, sino en el campo de las actividad de la Organización Mundial de Comercio en donde ni se sabe si es que el gobierno ha mantenido alguna postura que intente siquiera modificar la creciente irrelevancia internacional de esta economía. ƑQuién sabe el nombre del representante o el de los negociadores en la OMC? De la actividad de los embajadores en la OCDE y otros organismos no se sabe nada. En estas labores, la relación costo beneficio que tanto gusta a los administradores públicos está en en su contra.
La situación contrasta de modo notable con las posturas que han mantenido en las negociaciones internacionales países como India y Brasil. Esto se aprecia en las demandas que han formulado durante años y que han llevado a las recientes resoluciones de la OMC sobre los subsidios agrícolas y la liberalización de las corrientes comerciales.
Ello muestra que esos gobiernos tienen una visión sobre la política exterior en su conjunto y de la cual las relaciones económicas son una vertiente. Y esa visión no puede crearse más que teniendo un proyecto de desarrollo nacional bien concebido y con capacidad política y administrativa para impulsarla. En esto el presidente Lula ha mostrado mucha claridad, mientras que nosotros nos hacemos cada vez más insignificantes y complacientes, como se muestra en el caso de la postura del gobierno frente a la Iniciativa de las Américas o en la intención de formar parte del Mercosur.
Tanto gusta en el mundo oficial y de los grandes negocios el discurso de la globalidad y, sin embargo, tan poca vinculación tiene con las acciones para dirigir la economía. Aquí nada más tapamos a medias los cada vez más grandes hoyos de la política fiscal a un costo bárbaro para el presupuesto y recargado en la debilidad social y la fragilidad de la producción. Los espacios que se deberían abrir con la liberalización económica se convierten aquí en arenas movedizas.
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